Las sombras se alargaban en la azotea mientras Damián y yo vigilábamos la calle. No porque quisiéramos, claro; nuestros padres insistieron en que “trabajáramos en equipo”.
—Deja de respirar tan fuerte —espetó Damián, sin siquiera mirarme.
—Deja de existir —repliqué.
—Lamento que mi presencia te incomode tanto —dijo con sarcasmo—. Quizás deberías bajar y pelear tú sola con esos tipos.
Señaló a un grupo de matones armados que entraban a una tienda.
—Por mí, encantada —me encogí de hombros.
Salté sin avisar. Escuché a Damián gruñir antes de seguirme.
En segundos, estaba esquivando puñetazos y lanzando patadas. Damián, por supuesto, tenía que presumir. Se movía como si estuviera en una competencia de gimnasia, usando sus espadas para desarmar enemigos con precisión exagerada.
—¡Cuidado! —grité cuando un matón se le acercó por la espalda.
Damián giró y lo tumbó de un codazo.
—No necesito tu ayuda —espetó.
—¡Claro que sí! —bufé—. Si no fuera por mí, ahora mismo estarías inconsciente.
—¿Por qué no te vas mejor a casa a ver dibujos animados?
—¿Por qué no vuelves tú a tu cueva de murciélagos y dejas que los héroes se encarguen?
La policía llegó antes de que pudiéramos seguir discutiendo.
Cuando trepamos de vuelta a la azotea, nos quedamos en silencio.
—Gracias..—murmuró Damián, casi inaudible.
—¿Qué dijiste?
—Nada.
Sonreí para mis adentros. Quizás, solo quizás, algún día dejaríamos de ser perro y gato.