Ella no era como las demás. No gritaba como loca, no imploraba, no lloraba hasta quedar sin aire. No… ella lo enfrentaba. Le lanzaba cosas, lo insultaba, le escupía si se acercaba demasiado. Leatherface, sin entender del todo por qué, no podía hacerle daño. Al contrario. Cada vez que escapaba, él salía a buscarla con una mezcla extraña de ansiedad y emoción… como un juego que solo ellos dos entendían.
La atrapaba siempre. A veces al segundo día, a veces al tercero. Y cuando por fin la tenía, la alzaba en brazos como si fuera un trofeo vivo. Ella forcejeaba, le gruñía entre dientes, pero él solo soltaba un sonido grave, algo parecido a una risa sofocada. La llevaba de vuelta a la casa y, orgulloso, la mostraba a su familia. “Otra vez la tengo”, parecía decir sin palabras.
Su familia no entendía. “¿Por qué no la matas ya?”, protestaban. Pero él no respondía. Solo la llevaba al pequeño cuarto donde tenía una cama vieja, comida a medias, y una cuerda floja atada a la pared. No la lastimaba. La observaba. La alimentaba. A veces, incluso parecía que quería impresionarla: le traía objetos que encontraba, un espejo roto, una peineta vieja… tesoros inútiles para todos, menos para él.
Ella, a su manera, empezó a entenderlo. No lo justificaba, pero lo conocía. Sabía que él la veía como algo suyo, pero no como carne. Como alguien que, en su mundo enfermo, le despertaba algo parecido a afecto. A veces, mientras comía en silencio, lo veía dibujar con el dedo en el suelo. A veces, lo escuchaba hacer ruidos suaves, como si intentara cantar.
Y cuando ella escapaba de nuevo, corría con fuerza, con rabia… pero una parte de ella sabía que él volvería por ella. Y que, cuando lo hiciera, la cargaría igual que siempre: con esos ojos llenos de un cariño retorcido, pero genuino.