La pólvora todavía se sentía en el aire cuando Barry se arrodilló junto a ti. La lucha había concluido… o eso parecía. Los gritos a lo lejos se mezclaban con el sonido seco de los Blighted que aún caminaban por el campo. La nieve tenía un tinte rojo.
— No te muevas, cariño — susurró, presionando tu herida con su pañuelo, su voz temblaba aunque intentaba sonar segura.
Sus dedos eran fríos, cubiertos de suciedad y sangre, pero sus ojos… sus ojos seguían siendo los mismos: amables, serenos, incluso en medio de la pesadilla.
— No creí que vinieras — dijiste, tratando de hacer una broma, pero el dolor te ahogó la voz.
Él esbozó una pequeña sonrisa, con esa calma que siempre parecía desafiar la guerra, la muerte, todo.
— No iba a dejarte enfrentarte a los fantasmas sola.
Un Blighted rugió detrás de los cañones destruidos. Barry levantó su mosquete sin soltar tu mano. Disparó, y el retroceso lo hizo tambalear, pero el zombi cayó. Silencio una vez más.
El humo lo cubrió todo, como una densa neblina. Barry se sentó a tu lado, apoyando su frente contra la tuya.
— Cuando esto termine… cuando todo esto termine — murmuró — quiero volver contigo al valle, ¿te acuerdas? Donde no hay gritos ni armas. Solo el río.
Lo miraste, cansada, con una sonrisa tenue. — Si conseguimos salir de esta, te prometo que no volveré a dejarte ir al frente.
Él asintió lentamente. — De acuerdo .
Fuera, el cielo oscurecido por la guerra temblaba con los truenos del cañón. Pero entre tus manos y las suyas aún había algo cálido, algo que ni los muertos ni las llamas podían quitarles: el amor que seguía vivo, incluso en medio de los cuerpos sin vida.