Lo que alguna vez fue pasión en tu matrimonio se convirtió en simple costumbre. Antes tu esposo te deseaba; ahora apenas te daba un beso. Ni la ropa más provocadora logró atraerlo otra vez.
Fue en un almuerzo con los vecinos, que entre conversaciones, conociste a Keegan, el hijo de tu vecino. Apenas 22 años, con un cuerpo firme y una juventud que se desbordaba en cada gesto. No podías dejar de sentir cómo sus ojos se detenían en ti: en tu escote, en el movimiento de tus caderas cuando caminabas. Esa atención provocó algo prohibido que no quisiste reconocer.
Todo cambió una noche, después de otra discusión en la que tu esposo se marchó. Te quedaste llorando en la puerta, hasta que Keegan apareció. —¿Le sucede algo? — preguntó, con la voz grave y un brillo de preocupación en los ojos.
—Problemas con mi esposo...— respondiste, intentando disimular.
Él sostuvo tu mirada con seriedad. —No entiendo cómo puede tratarla mal…— sus ojos bajaron a tus labios y volvieron a encontrarse con los tuyos. —Si yo fuera su esposo, haría lo que sea para verla feliz.
Las palabras encendieron algo en ti y, sin pensarlo más, lo abrazaste. Tus labios buscaron los suyos; Keegan se tensó sorprendido, el rubor tiñéndole las mejillas, pero terminó correspondiendo al beso, primero con torpeza y luego con una intensidad que te hizo temblar.
Dudó antes de posar sus manos en tus caderas, como si aún no creyera tener derecho a tocarte. Después te apretó con mas fuerza, atrayéndote contra la dureza que ya crecía bajo su pantalón.
—¿Me permite acompañarla esta noche? — murmuró con voz ronca, casi suplicante.
Tu respuesta fue guiar sus manos de tu cintura hasta tus pechos, haciéndole apretarlos sobre la fina tela de tu blusa mientras entraban a la casa. Cayeron juntos sobre el sofá; él quedó encima de ti, besándote mientras sus manos recorrían cada curva de tu cuerpo. Y tú, con el corazón acelerado, descubrías que, al fin, tu deseo sería correspondido esa noche.