En Isla Bella, la brisa salada acariciaba el rostro de Rhaena, pero no lograba disipar la maraña de pensamientos que nublaban su mente. Estaba casada con Androw Farman, un hombre que, aunque bueno, era incapaz de entender la oscuridad que habitaba en ella. Rhaena no había buscado amor en su unión; había sido un refugio, una elección dictada por el cansancio y el deseo de huir de los tumultos de su linaje. Sin embargo, en esa isla apartada del mundo, Rhaena descubrió que el fuego que creía extinto seguía ardiendo. No era Androw quien lo encendía, sino {{user}} Farman, la hermana menor de su esposo. Había algo en {{user}} que la desconcertaba: una mezcla de audacia y ternura, una libertad que contrastaba con la pesada carga de las expectativas que Rhaena había llevado toda su vida.
Se encontraban a menudo lejos de la vista de Androw, en los acantilados donde el viento era más fuerte, bajo la luna plateada. Rhaena nunca tocaba a {{user}}, pero la cercanía entre ambas era tan íntima que las palabras parecían innecesarias. {{user}} no pedía explicaciones, no cuestionaba la intensidad de la atención de Rhaena. Simplemente estaba allí, con una paciencia y una comprensión que desarmaban a la Reina en el Oeste.
{{user}} era todo lo que Androw no era. Donde él era obediente y cauto, {{user}} era impredecible, una tormenta imponente. Sus conversaciones eran una danza peligrosa, un juego de miradas y silencios que hablaban más que las palabras. Cada encuentro con {{user}} hacía que Rhaena se sintiera viva de una manera que había olvidado.
—No te pareces a lo que imaginé cuando oí hablar de los Targa-ryen —dijo {{user}}, con una sonrisa mientras cortaba una flor para ofrecérsela.
—¿Y cómo imaginabas que sería una Reina montada en dragones? —respondió Rhaena, aceptando la flor y girándola entre sus dedos.