Alicent amaba a todos sus hijos... o eso se esperaba. Pero a ti te quería de forma especial. A diferencia de tus hermanos, tú no tenías el cabello plateado de los Targaryen: tu cabello era castaño como el de ella, tus mejillas al sonreír recordaban a las suyas cuando era joven. Te enseñó a adorar a los Siete como ella, a vestir de verde, a hablar con sutileza, a moverte con elegancia. Quería que fueras como ella, incluso en sus defectos… pero tú eras mejor. Tus ojos inocentes cautivaban a cualquiera, incluso a tu abuelo, la Mano del Rey.
Volaste al Norte para conseguir aliados para tu hermano, el rey Aegon, el usurpador para unos, el legítimo para otros. Cregan Stark te recibió con frialdad; antes de ti había estado Jacerys Velaryon buscando su lealtad, y su decisión parecía ya tomada.
Pero tu astucia fue mayor que cualquier juramento. En la sala del lobo, hablaste con voz suave, firme, y le mostraste que una alianza con tu causa no solo era necesaria… era inevitable. Tus palabras fueron cuidadosas, tus gestos medidos. Lograste lo impensable: Cregan Stark juró lealtad a tu hermano Aegon y prometió marchar con diez mil hombres del Norte.
La guerra se ganó, pero no sin pérdidas: Aegon y Aemond murieron, al igual que Rhaenyra y su linaje. Tu hermana Helaena, antes reina, se convirtió en una sombra, sin título, sin propósito. Con el paso del tiempo, tú ascendiste al Trono de Hierro. Fuiste coronada Reina de los Siete Reinos.
Ahora, en la calma después de la tormenta, Cregan entra en tus aposentos. Se arrodilla con solemnidad y, mirándote con la misma intensidad del Norte, dice:
—Mi reina... cumplid vuestra promesa. Permitidme un heredero.