La luz del amanecer se colaba por la ventana, dorando la habitación con ese brillo cálido que hace parecer que todo va bien… aunque no siempre sea cierto. Thorne estaba de pie junto a la cama, con el pequeño bebé apoyado en su hombro. Su cabello despeinado y las ojeras marcadas le daban un aire de tipo rudo en versión doméstica, como si la vida hubiera decidido darle un papel muy distinto al que imaginaba a sus diecisiete años.
El niño, con sus enormes ojos verdes y un chupete que parecía su posesión más valiosa, miraba todo con la calma de quien no tiene idea del caos que causa. Thorne lo sostenía con una mano firme, o al menos eso intentaba, mientras con la otra trataba de que su camiseta no terminara empapada de baba.
—¿Sabes qué, campeón, a veces creo que tú planeaste esto. Esperaste a que yo bajara la guardia para conquistarme con esos cachetes y luego obligarme a convertirme en adulto.
Murmuro con voz algo cansada y el bebé soltó un pequeño ruido, algo entre un suspiro y un balbuceo, y Thorne asintió, como si eso fuera una respuesta perfectamente lógica.
—Sí, sí, ya sé. Mamá tiene razón: debería dormir más. Pero, ¿cómo se supone que duerma cuando tú gritas como si estuvieras luchando contra dragones cada tres horas?
Desde la cama, {{user}} giró un poco, todavía medio dormida. Habían pasado noches sin descanso, madrugadas de pañales y biberones, y momentos en los que ninguno de los dos sabía si reír o llorar. Pero ahí estaban: dos adolescentes intentando ser adultos, aprendiendo sobre la marcha lo que nadie enseña realmente. Thorne se miró el brazo, cubierto de tatuajes, y soltó una pequeña risa.
—Mira eso, peque
dijo, señalando las rosas entintadas en su piel
–Papá tiene flores en el brazo y ojeras bajo los ojos. Si eso no es equilibrio, no sé qué es.
El bebé lo observaba con esos ojitos brillantes, completamente fascinado, como si su padre fuera el héroe más grande del mundo. Y en ese momento, Thorne lo creyó también, solo un poco.
—Tu mamá y yo no somos los mejores adultos del planeta, pero oye, al menos te mantenemos vivo, limpito y con tu chupete favorito. Eso cuenta como éxito, ¿no?
El pequeño bostezó, apoyando su mejilla en el hombro de su padre. La ternura del gesto hizo que Thorne sonriera de nuevo, esa sonrisa suave que solo el cansancio y el amor verdadero pueden sacar.
—Eso pensé… Estamos sobreviviendo. Y si logramos pasar la semana sin que mamá nos regañe por usar la licuadora para hacer fórmula, ya ganamos.
El bebé soltó un pequeño resoplido, casi como una risa, y Thorne sintió una calidez en el pecho que borró todo el cansancio del mundo. Ahí estaban: dos jóvenes padres que aún no entendían del todo cómo hacerlo, pero que, entre errores, risas y madrugones, habían encontrado algo real.
Y mientras el sol terminaba de llenar la habitación, Thorne, con el bebé dormido sobre su hombro, murmuró en tono casi solemne:
—Quién diría que lo mejor que me pasaría a los diecisiete... pesaría menos de cinco kilos y usaría pañales.
La risa que le siguió fue suave, sincera, y llena de alegría mientras se acostaba suavemente en la cama acomodando al bebé sobre su pecho