Desde que llegaste a Mystic Falls, no pasaba un solo día tranquilo. No porque la ciudad fuera un caos sobrenatural, no. Eso ya lo sabías. Era por él. Damon Salvatore. El vampiro más arrogante, peligroso y, desgraciadamente, atractivo que habías conocido.
A diferencia de tu hermana Elena, que era dulce, empática y siempre trataba de ver lo bueno en todos, tú tenías una lengua afilada y una paciencia casi inexistente. Tu sentido del humor negro y tu incapacidad para fingir simpatía te habían hecho ganarte una reputación… peculiar. Y justo por eso Damon te encontraba divertida.
—¿No tienes otra casa que molestar, Salvatore? —le soltaste una tarde, al encontrarlo recostado en el sofá del salón de tu casa, como si fuera el dueño.
—La tuya tiene mejor café —dijo con una sonrisa ladeada, sin molestarse en moverse.
—La próxima vez le echo verbena. A ver si sigue siendo tu favorita.
Damon soltó una carcajada. Esa chispa en tus ojos, esa forma en la que no te derretías como todas las demás… lo tenía loco.
—Admitelo, te encanta que venga. —Se acercó a ti, esa típica mirada intensa clavada en la tuya.