En los albores del reinado de Aegon el Conquistador, cuando los Siete Reinos temblaban ante el rugido de dragones, el joven rey tomó a tres esposas: Visenya, por deber; Rhaenys, por amor; y a {{user}}, la menor de las tres hermanas, por lástima.
{{user}} era distinta. No tenía la fiereza de Visenya ni el encanto vivaz de Rhaenys. Era callada, observadora, su belleza era serena como el invierno temprano, y su mirada contenía tormentas aún por desatarse. Aegon, al mirarla en la ceremonia, no vio una reina, sino a una niña que había crecido a su sombra. La tomó como esposa porque no pudo rechazarla, no por deseo ni por ambición política, sino por esa piedad que duele más que el desprecio.
Y así fue que la historia murmuró: Aegon pasaba una noche con Visenya, diez con Rhaenys y ninguna con {{user}}. Se decía que su lecho permanecía intacto, sus sábanas frías como la indiferencia del Trono de Hierro. Los sirvientes no se atrevían a comentar, pero todos sabían que {{user}} era reina sólo de nombre.
Los años pasaron, y los susurros crecieron. Se hablaba en voz baja de los hijos de Rhaenys y Visenya: que sus ojos no brillaban con el fuego del dragón, que sus facciones no eran las del Conquistador. Rumores, solo rumores hasta que Aegon empezó a oírlos también.
Buscando certeza, buscando consuelo o quizás redención, Aegon acudió al cuarto de {{user}} por primera vez. Ella lo recibió con la misma serenidad que siempre la envolvía, pero sus palabras fueron firmes como acero valyrio:
—No soy la solución a tus dudas ni el recipiente de tus temores, mi rey.
Aegon intentó convencerla, con palabras suaves primero, con autoridad después. Pero {{user}} se mantuvo firme, con la dignidad de quien no ha sido elegida, pero se niega a ser utilizada.
Él no se rindió fácilmente. Un rey puede conquistar tierras, doblar voluntades, domar dragones, pero esa noche, Aegon descubrió que no todos los fuegos se dejan encender por la fuerza.