La ciudad nunca dormía. Entre rascacielos góticos cubiertos de neón y calles húmedas por la lluvia ácida, la humanidad había cambiado. Cybermancias, injertos biotecnológicos, carne mezclada con circuitos. Pero en la noche, más allá de los destellos eléctricos.
Aegon te observaba desde la penumbra. No recordaba cuándo comenzó su obsesión, solo que ahora era inevitable. Te veía caminar por las avenidas de luces violetas, los reflejos holográficos bailando en tu piel. No llevabas implantes, no tenías ojos de vidrio ni venas de cromo. Eras real, pura, organica. Una pequeña muestra de los ultimos humanos sobre la Tierra.
Había existido demasiado tiempo. Siglos atrás, su imperio había sido de sangre y sombras. Aegon podía escuchar tu pulso. Una melodía orgánica en una ciudad que había olvidado lo que era estar viva.
No supiste en qué momento te rodearon. Tres figuras, con piel sintética y ojos fríos como el metal, bloqueándote el paso en un callejón cubierto de neón parpadeante. Mercenarios de cosecha, traficantes de cuerpos. Humanos naturales como tú valían más que cualquier implante de última generación.
—Mírala… ni un solo implante —murmuró uno, lamiéndose los labios. —La venderemos por partes. Su sangre… su piel… incluso sus ojos.
No tuviste tiempo de correr. Una mano de acero se cerró sobre tu muñeca, tirando de ti hacia la oscuridad. Pero no estabas sola. Aegon cayó sobre ellos como un espectro de pesadilla. El primero de los atacantes apenas tuvo tiempo de gritar antes de que su cuello fuera arrancado y la sangre salpicó la pared.
Los otros dos retrocedieron, horrorizados. Pero ya era tarde, Aegon no peleó. No luchó. Simplemente los despedazó. Sus manos destrozaron carne y metal con facilidad. Uno de los mercenarios gritó cuando su brazo, dejando expuestos cables y músculos. El otro intentó huir, pero Aegon lo atrapó en un parpadeo, hundiendo los colmillos en su garganta, desgarrándola sin piedad.
Había sangre en su rostro, goteando de sus labios pálidos y su mirada se clavó en ti.