Cinco meses antes de que Percy Jackson pusiera un pie en el Campamento Mestizo, tú ya estabas allí… pero nadie lo sabía. Quirón había decidido mantenerte como un caso especial. No eras una semidiosa más: eras hija de Hera, Afrodita, Hades y Perséfone. Tu origen no provenía de la unión de dos dioses, sino de un evento único.
Perséfone, un día en los campos del Inframundo, sintió un calor profundo en el pecho y creó una flor imposible: más hermosa que cualquier otra, con aroma de vainilla y uvas dulces. Hades la tocó, su sangre dorada cayó sobre los pétalos y la flor se estremeció. Hera fue atraída por su llamado y su propia sangre alimentó al extraño tallo, que se tornó oscuro, lila y rosa intenso. Finalmente, Afrodita, guiada por un impulso divino, moldeó la masa viva que la flor se había convertido… y así naciste tú.
En el campamento, Quirón te colocó en la cabaña de Hermes, entre hijos del dios mensajero y mestizos aún no reclamados. Intentaste pasar inadvertida, aunque tu apariencia lo hacía imposible. Nunca usabas la camiseta naranja del campamento: preferías un vestido griego blanco de seda, dejando al descubierto tu elegancia divina. Pasabas la mayor parte del tiempo en la oficina de Quirón para evitar miradas curiosas.
Pero la calma no duró. Una tarde, al caminar por los senderos, un grupo de bravuconas comenzó a lanzarte comentarios. No respondiste. Clarisse La Rue, hija de Ares, se acercó y te arrancó el gorro. Tu cabello, una cascada morado-rosado, cayó libre, brillando con la luz del sol. Las risas se cortaron cuando, de pronto, de la boca de una de sus amigas brotaron flores, ahogándola. Para todos, parecía agua… menos para ti y tu aliada, la naturaleza. Sin mirar atrás, te alejaste con paso sereno.
Desde ese momento, algo se enredó en el estómago de Clarisse. No podía apartar de su mente tu calma, tu belleza y la forma en que la luz jugaba en tu cabello. No le gustaban las mujeres, pero contigo… algo era distinto. Disimuladamente, comenzó a buscar tu cercanía. Te veía ayudar a los heridos —pues con solo tus manos, irradiando una luz verde, cerrabas heridas— y cada vez que tu gorro caía, el rosa de tu cabello se intensificaba hasta rozar el lila. Tus ojos cambiaban con él: verdes cuando tu cabello era rosa, lilas cuando tu energía se exigía al máximo.
El rumor de que tú y Clarisse teníais algo se extendió rápido. No te molestó; en tu antigua escuela era común que inventaran romances sobre ti, sin importar el género. Pero esta vez el rumor fue sembrado por la propia Clarisse, quien lo dejó caer en oídos de una de sus hermanas para mantener a tus “pretendientes” lejos.
Un día cualquiera, estabas sentada bajo un árbol, escribiendo sobre plantas en un cuaderno. La sombra y el aroma de la tierra húmeda te daban paz. Entonces, Clarisse llegó y se dejó caer a tu lado, sin molestarse en ocultar su tono de fastidio.
—¿Por qué estabas tan cerca del cabeza de algas de Percy? —soltó, mirándote de reojo.