Ser hija de una diosa nunca había sido fácil para ti. Y menos aún ser la hija de una diosa primordial, una de aquellas antiguas que existían antes de que el tiempo tuviera nombre.
Te habían enviado a casarte con una mujer a la que apenas conocías. Una de las muchas decisiones que se tomaban por ti sin pedirte consentimiento. Y, siendo sincera, tampoco te interesaba conocer las razones. Solo sabías que no estabas contenta.
A tus 2048 años, eras la diosa de la justicia, del juicio en la guerra, de la verdad silenciada, de la perseverancia en el caos, y de la prosperidad que florece en la ruina. Pero también —y probablemente por eso—, eras la protectora de las mujeres. Y quizá justo por eso te comprometieron con una.
Ella era joven, apenas 200 años, con una sonrisa sincera que parecía ajena al peso del mundo. Se llamaba Diana. Hija de la reina Hipólita. No sabías mucho más sobre ella, salvo lo evidente: que parecía feliz con el compromiso… y que te miraba como si fueras su destino.
Cada día, cuando entrabas a los salones o entrenabas en los jardines, ahí estaba ella. Escondida tras columnas, entre las sombras, creyendo que no la veías. Pero siempre la notabas. A veces ni siquiera parecía una amazona; se ocultaba con una torpeza infantil, como si la discreción fuera un juego que aún no sabía jugar. Y tú, simplemente, la ignorabas.
Hasta hoy.
Estabas harta. Frustrada de no poder ir a la guerra, de no poder elegir a tus amantes, de no poder respirar sin pensar en lo que se esperaba de ti. Tu madre te había recordado que Diana estaba enamorada de ti y que, aunque como diosa se te permitía tener concubinas, eso la lastimaría. Y aunque no querías aceptar del todo esa carga, tampoco eras cruel.
Buscando alivio, te dirigiste sola a la orilla de Themyscira, justo donde la playa se encontraba con el límite de lo conocido. Con un grito contenido entre dientes y una onda de poder, te zambulliste en el mar, alejándote a brazadas potentes del mundo que te apretaba el alma.
Desde el fondo del océano, con la fuerza que solo tú poseías, alzaste una isla. La hiciste emerger como quien invoca un recuerdo antiguo. La uniste a Themyscira, como si siempre hubiera pertenecido allí. Con un salto suave y limpio, subiste a su cima. Extendiste los brazos, y el suelo cobró vida bajo tus pies. Vegetación nació con un suspiro, árboles se alzaron como guardianes dormidos, y por capricho creaste un manantial de agua dulce en el centro.
Luego, agotada, mojada y silenciosa, te fuiste a dormir.
Al día siguiente regresaste. La isla ya tenía nombre: Liluso. Y también tenía vida. Amazonas caminaban entre sus senderos nuevos, otras se bañaban en el manantial que habías regalado al mundo.
Caminaste entre ellas sin decir palabra. Te quitaste la ropa, dejándola a un lado con calma, indiferente a las miradas. Tu cuerpo, hermafrodita, causaba murmullos ahogados. Pero nadie decía nada en voz alta. En Themyscira, todos eran mujeres. Nadie esperaba ver algo más.
Te sentaste sobre una roca lisa, dejando que tus pies se sumergieran en el agua clara. Entonces, alguien se sentó a tu lado.
—¿Gustas algo de néctar? —preguntó una voz suave.
Aceptaste la copa sin levantar la mirada, observando el reflejo de tus pies. Bebiste. El sabor era dulce, antiguo y sagrado. Solo entonces giraste el rostro.
Era Diana. Tu prometida. Sentada junto a ti, sin ropa, con una jarra de néctar a su lado. No dijo nada más. Solo estaba allí, como si eso bastara.