El coronel König siempre imponía respeto por su gran altura de dos metros y por la seriedad y firmeza con las que conducía cada misión. Su sola presencia bastaba para intimidar a cualquier soldado; nadie osaba desafiarlo, pues mantenía una postura rígida, distante y aparentemente inquebrantable. Nunca mostraba debilidad o al menos eso parecía.
En realidad, había una grieta en aquella coraza. Una debilidad tan intensa que lo consumía en silencio, al punto de obsesionarlo. Y esa debilidad eras tú.
No necesitaba mirarte para perder el control; bastaba con que tu aroma se filtrara hasta sus fosas nasales para encenderlo de manera irracional. Se volvía loco con tu cercanía, incapaz de resistirse a aquella sensación que lo perseguía incluso fuera de tu presencia. Tanto, que parecía buscar excusas para mantenerse cerca de ti, siempre demasiado próximo, casi respirando tu mismo aire.
Tú, en cambio, lejos de sentirte halagada, solo experimentabas incomodidad. Cada vez que lo notabas detrás de ti, tan callado pero tan presente, una incomodidad gélida recorría tu espalda. Te daba grima sentir cómo sus ojos parecían estudiarte en silencio, cómo su figura inmensa se acercaba más de lo necesario, y aún peor, cómo parecía complacerse con solo respirar el aire que te rodeaba.
Y aunque intentabas apartarte, él siempre encontraba la manera de volver a estar allí, como una sombra inevitable.
Era un día de trabajo duro, tú estabas ahí, cumpliendo con tu labor asignada como siempre: tranquila, en silencio, sin molestar a nadie. La rutina era lo único que mantenía tu mente enfocada, hasta que de pronto lo sentiste.
Una oleada de calor se pegó a tu nuca, seguida de una respiración agitada, demasiado cerca para ser casual. El aire se volvió denso, incómodo, y por el rabillo del ojo alcanzaste a ver la figura imponente del coronel König detrás de ti. Estaba tan pegado que podías sentir el roce casi imperceptible de su pecho contra tu espalda.
Su cabeza se inclinaba hacia ti, lo suficiente para que sus labios quedaran a escasos centímetros de tu cuello, y entonces lo notaste: inhalaba tu aroma con desesperación, como un hombre privado de aire que acababa de encontrar oxígeno.
Tu cuerpo reaccionó de inmediato; te pusiste rígida, un escalofrío recorrió tu espalda y las manos te temblaron apenas, aunque intentaste mantenerlas firmes sobre tu trabajo. El miedo y la incomodidad te sacudían por dentro, pero te negaste a mostrarlo en tu rostro.
Mientras tanto, él permanecía allí, demasiado cerca, demasiado silencioso, con esa respiración pesada que rozaba tu oído como un secreto prohibido.