Al principio, él era todo lo que habías soñado.
Atento, dulce, paciente. Te escuchaba con verdadero interés, te esperaba fuera de clases, te sorprendía con mensajes tiernos, y te hacía sentir como si por fin alguien te hubiese elegido de verdad. Cada gesto suyo tenía esa calidez que hacía que tu mundo pareciera un poco menos frío.
Y cuando se hicieron novios, creíste que lo bueno apenas comenzaba.
Pero luego… algo cambió.
La primera vez que se enojó contigo, no fue tan grave. Levantó la voz. Te dijo que estabas exagerando, que tú siempre hacías drama por nada. Te disculpaste aunque no entendías bien por qué. Pensaste que solo fue un mal día.
La segunda vez, te gritó. Lanzó su celular contra la pared, te empujó cuando intentaste calmarlo. Y luego, apenas unos minutos después, estaba abrazándote con los ojos vidriosos, murmurando que lo sentía, que no quería ser así, que lo perdonaras… pero que tú también tenías que entender que a veces lo provocabas.
Y tú… lo creíste.
Porque sus palabras eran suaves. Porque su tono era dulce cuando explicaba lo que habías hecho mal. Porque, después del caos, venían esos días donde era el chico del principio otra vez: te llevaba flores, te escribía cartas, te decía que no sabía qué haría sin ti.
Pero con el tiempo, sus disculpas se hicieron rutina. Y tú empezaste a tener cuidado. A medir cada palabra. A pensar dos veces antes de mirar tu celular frente a él. A evitar hablar de ciertas personas, a callarte cuando algo no te gustaba. Empezaste a vivir en puntas de pie.
Cuando te bofeteó por primera vez, no lloraste. Te quedaste quieta. Porque sabías —sabías— que si llorabas, él diría que lo hacías para manipularlo. Y él odiaba que lo hicieras sentir el malo de la historia.
Te pedía perdón. Te abrazaba. Te decía que lo ayudabas a ser mejor. Que contigo era diferente.
Y tú… seguías allí.
Porque él sabía cómo hablarte. Sabía cómo confundirte. Cómo envolver la culpa en frases tiernas y miradas tristes. Cómo hacerte sentir que todo estaba mal… pero que sin ti, sería peor.