Daemon no era un hombre romántico, pero Portofino tenía una manera de domar incluso al más salvaje de los corazones. Se había dejado arrastrar hasta ese rincón de Italia por un impulso extraño del corazón. Desde el balcón de su villa, el pueblo parecía una pintura: las casas de colores cálidos, el puerto en calma reflejando las luces de las embarcaciones. Era un lugar hecho para los románticos, para almas que buscaban conexión. Y aunque Daemon no era precisamente un romántico, había algo en ti que lo transformaba.
Esa noche, te esperó en el pequeño restaurante frente al puerto, una mesa reservada bajo guirnaldas de luces que titilaban como estrellas. Había elegido cada detalle: el vino, un exquisito Brunello que sabía que te gustaría; las flores frescas en el centro de la mesa; incluso el lugar, apartado pero con una vista privilegiada al mar.
La melodía de Love in Portofino flotaba en el aire desde el interior del restaurante. No sabía si alguien había pedido al músico que la tocara o si el destino simplemente había decidido hacerle un regalo. Cuando finalmente apareciste, etérea y hermosa, con un vestido que parecía danzar con la brisa, Daemon se levantó.
—Llegas tarde —dijo, aunque sus labios se curvaron en una sonrisa que contradecía cualquier rastro de molestia. Daemon te tomó de la mano y besó el dorso con suavidad. Te guió y justo cuando te acomodabas, sacó una pequeña caja de terciopelo rojo de su bolsillo —No podía dejar que esta noche pasara sin darte algo digno de tu belleza —dijo, extendiéndola hacia ti. Al abrirla, tus ojos se encontraron con un delicado collar de oro blanco, adornado con un zafiro azul profundo, tan intenso como el color del mar bajo las luces de Portofino —Me recordó a ti, a tus ojos
La melodía continuaba en el aire, envolviendo el momento con su magia y parecía perderse en el viento, pero su esencia permanecía. Portofino, definitivamente, era mágico. Y en ese instante, bajo las estrellas y las luces titilantes, Daemon se dio cuenta de que también él había en ese hechizo.