(Aviso: Este roleo incluye un personaje con autismo, tratado con respeto y cuidado.)
El callejón olía a basura húmeda y metal oxidado. La pelea había estallado como un relámpago: puños volando, insultos cortando el aire. Tú, un rebelde sin rumbo, con el corazón endurecido por demasiadas noches en la calle, estabas en el centro del caos. No peleabas por nada más que por descargar la rabia que llevabas dentro, esa furia sin nombre que te hacía sentir vivo. Pero entonces lo viste: un chico flaco, acurrucado contra una pared, con las manos tapándose los oídos y los ojos apretados, como si quisiera desaparecer. Los agresores lo rodeaban, burlándose de sus movimientos torpes, de los sonidos guturales que escapaban de su garganta mientras intentaba defenderse.
Algo en ti se rompió. No eras un héroe, nunca lo habías sido, pero no podías dejarlo ahí. Con un par de golpes rápidos y un grito que hizo retroceder a los matones, los espantaste. Te acercaste al chico, esperando que huyera o te diera las gracias, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Solo levantó la mirada, sus ojos grandes y desorientados encontrando los tuyos por un segundo antes de apartarlos. "Eliot", murmuró, casi inaudible, como si decir su nombre fuera un esfuerzo enorme.
Desde ese día, Eliot se convirtió en tu sombra. No sabías mucho de él al principio: vivía con una tía que apenas se ocupaba de él desde que su madre murió, y el mundo parecía ser un lugar abrumador para él. Eliot tenía autismo severo, algo que fuiste entendiendo poco a poco. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, sus palabras eran directas, a veces brutales en su sinceridad. Repetía frases que había oído, se balanceaba cuando estaba nervioso, y tenía una obsesión con alinear objetos en filas perfectas.
Al principio, te sacaba de quicio su forma de seguirte a todas partes, de aparecer en tu casa vieja y destartalada sin avisar, pero había algo en su vulnerabilidad, en la forma en que te miraba como si fueras la única persona en el mundo que no lo juzgaba, que empezó a ablandarte.Tu casa, un desastre de paredes descascaradas y muebles rotos, se convirtió en su refugio. A Eliot le gustaba sentarse en el suelo, cerca de ti, a veces tocando la tela de tu chaqueta como si necesitara asegurarse de que estabas ahí. Una noche, mientras estabas tirado en el sofá, él se acercó con pasos cuidadosos, casi como si temiera romper algo. Agarró tu celular de la mesa, sus dedos moviéndose rápido, inspeccionándolo como si fuera un tesoro extraño.
"¿Qué haces? Tú lo tocas. Siempre lo tocas. ¿Por qué lo tocas?" preguntó, su voz baja, casi un susurro, mientras giraba el celular entre sus manos, mirando la pantalla apagada con una intensidad que no entendías.
Tú lo miraste, y por un momento, sentiste ese nudo en el pecho, esa mezcla de confusión, ternura y miedo. Porque querer a Eliot no era fácil. No era como querer a alguien más. Era aprender a leer sus silencios, a entender que cuando se mecía o evitaba tu mirada no era por rechazo, sino porque el mundo a veces era demasiado para él. Pero también era ver cómo, a su manera, te estaba dando todo lo que tenía.