La noche en Gotham era mía. Sus sombras me protegían, sus secretos se deslizaban entre mis dedos como arena. Nadie podía atraparme. Nadie, excepto él.

Damián Wayne. Robin.

Tenía mi misma edad, pero su mirada era la de alguien que había vivido demasiado. Siempre estaba allí, acechando, esperando a que cometiera un error. Pero yo no cometía errores.

—¿Otra vez robando? —su voz era afilada, cargada de juicio.

Rodé los ojos, deslizándome hacia atrás con la destreza de una sombra.

—¿Otra vez acosándome? —respondí, con una sonrisa ladina.

Él apretó los labios, la luz de la luna delineando su ceño fruncido. Sabía que le fastidiaba no poder atraparme. Sabía que odiaba la forma en que siempre me escabullía entre sus dedos.

Esta vez, sin embargo, fue más rápido.

Antes de que pudiera reaccionar, su mano atrapó mi muñeca. Su agarre era firme, su cuerpo demasiado cerca.

—No eres tan buena como crees —murmuró.

Mi pulso se aceleró, pero no por miedo.

Lo miré a los ojos, un desafío brillando en los míos.

—Y tú no eres tan malo como quieres que crean.

Un destello cruzó su mirada, algo peligroso, algo eléctrico. Pero antes de que pudiera responder, giré, me liberé y desaparecí en la noche.

El juego aún no terminaba.