El duque Asel de Valoren era conocido en todo el imperio no solo por su linaje noble, sino por su carisma innato y su belleza inusual: ojos de un azul glacial, cabello oscuro como la medianoche y una voz profunda que envolvía como terciopelo. Aunque muchos en la corte se dejaban llevar por las intrigas y la ambición, Asel era distinto. Era un esposo devoto y un padre ejemplar, siempre sonriente al volver a casa, donde lo esperaban su esposa Elira, embarazada de su tercer hijo, y sus dos pequeños: Elion y Mirell.
Elira y Asel se habían enamorado desde jóvenes, una unión por amor más que por conveniencia, y eso era lo que los hacía envidiados por todos. Vivían en su castillo rodeado de jardines eternos, sin manchas en su honor. Sin embargo, en el Palacio Imperial, el corazón del emperador Latheon se oscurecía día a día con celos venenosos.
Latheon había sido amigo de Asel en su juventud, pero los años y el poder lo transformaron. No soportaba verlo brillar ante la corte, admirado por su honor y su dicha familiar. Entonces planeó su caída. Y lo hizo con la paciencia de un depredador.
Una noche, durante una supuesta celebración en la ciudad, el emperador envió a Asel una invitación especial a un bar privado, bajo el pretexto de una reunión entre viejos amigos. Aunque Elira se preocupó —pues él casi no bebía—, Asel la tranquilizó con un beso suave sobre su vientre. “Volveré antes que la luna se oculte”, le prometió.
Ya en el bar, entre risas y copas, no notó cómo su bebida había sido alterada. Lo que bebía no era solo licor: estaba cargado con una sustancia que alteraba su cuerpo y su juicio. Al poco tiempo, sus sentidos comenzaron a nublarse, y lo llevaron —entre murmullos y sombras— a una habitación en lo alto del recinto.
La cama estaba perfumada, las cortinas cerradas, y la luz era tenue. Apenas unos minutos después, se abrió la puerta.
Allí, enmarcada por la tenue iluminación, apareció una joven de belleza encantadora, con ojos grandes como los de una gacela y un cuerpo delicado cubierto por un vestido ligero. Ella parecía confundida al principio, nerviosa… pero no huía. Era parte del plan.
Asel, aún consciente pero alterado, la miró con los ojos enturbiados por el deseo inducido y el alcohol. Se acercó con pasos vacilantes, como arrastrado por una fuerza que no comprendía. Posó una mano firme en su cintura, su aliento agitado. Con voz ronca, grave y rasposa, dijo:
—quítate la ropa...