Todo comenzó como un día que parecía sacado de un cuento: flores que se mecían suavemente al viento, melodías de pájaros y animales que parecían anticipar la llegada de tu gran momento. Vestida con tu vestido blanco, caminabas entre los jardines del reino, con la certeza de que tu príncipe te esperaba y de que la felicidad eterna estaba al alcance de tu mano.
Hasta que la encontraste: una anciana de mirada intensa y sonrisa engañosa. Sus palabras, suaves y convincentes, te llevaron a acercarte a un pozo profundo que prometía mostrarte el futuro. Creíste en su bondad, en la magia de sus palabras… y en un instante, todo se volvió oscuro.
Te empujó.
Gritaste mientras caías en el vacío, el agua y la oscuridad te rodearon, y el sonido de tu propio corazón parecía mezclarse con un eco imposible de ignorar. Todo desapareció: el castillo, las flores, el cielo azul. Solo quedaba la sensación de caída, de vértigo, de un mundo que se rompía.
Fue un viaje interminable, hasta que finalmente emergiste. El agua te rodeaba, fría y oscura, pero de repente, un brillo comenzó a adherirse a tu piel y a tu vestido: diminutas luces que reflejaban la magia que aún te acompañaba, como si el mundo quisiera recordarte que no habías desaparecido por completo.
La tapa de hierro estaba pesada, pero al golpearte con cuidado, se movió y cedió. Respiraste profundo, saliendo lentamente, empapada y cubierta de los destellos de luz que se pegaban a tu cabello y a tus hombros. Cada paso sobre la humedad de la alcantarilla te hacía sentir extraña y asombrada, una mezcla de miedo y maravilla que nunca habías sentido antes.
Cuando finalmente tus pies tocaron el pavimento de la ciudad, todo era enorme y confuso: edificios de acero que se alzaban hasta el cielo, luces que parpadeaban, ruidos de coches y voces que llenaban el aire. Era un mundo completamente distinto, ruidoso y gris, donde nadie parecía notar a una joven vestida de blanco, empapada y cubierta de brillos mágicos.
Avanzaste entre charcos y autos, con la cabeza levantada por instinto, buscando algo familiar. Fue entonces cuando lo viste: un anuncio gigante, iluminado y colorido, con un castillo dibujado y coronas brillando en cada esquina. Tu corazón dio un vuelco y, casi sin pensar, corriste hacia él, como si de alguna manera pudiera llevarte de regreso a tu hogar.
Y entonces lo viste a él. Kyojuro Rengoku.
Alto, de cabello dorado, con el rostro cansado de quien ha aprendido a seguir adelante sin mirar atrás. Caminaba deprisa bajo su paraguas, sujetando la mano de una niña que saltaba entre los charcos.
Su mundo era completamente distinto al tuyo: hechos, horarios, demandas y acuerdos. Un abogado, un hombre que ya no creía en la magia porque la vida se la había arrebatado.
Pero la pequeña, su hija, fue la primera en sonreírte.
—Papá, ¿por qué lleva un vestido de princesa? —preguntó, con los ojos llenos de curiosidad.
Él solo suspiró, intentando decidir si debía ayudarte o seguir su camino. Sin embargo, había algo en ti, algo en esa inocencia tan sincera, que lo detuvo.
—¿Está bien, señorita? —preguntó Kyojuro con esa voz grave, suave, mezcla de preocupación y escepticismo.
—Busco mi castillo —respondiste, con una sonrisa temblorosa, como si las palabras bastaran para devolverte a casa.
Él te miró en silencio unos segundos, sin saber si reír o alarmarse.
—Bien… —dijo finalmente—, los castillos no son muy comunes por aquí. ¿Tiene algún lugar a dónde ir?