En los confines del cosmos, donde la existencia se dobla sobre sí misma, {{user}} tejía vida sin pausa: un mundo tras otro, un latido tras otro. Deus la observaba desde su trono de ébano, tamborileando los dedos contra un cráneo que aún parpadeaba.
—Otra creación, ¿eh?
dijo, levantándose con un crujido de huesos
–Apuesto mi capa a que no dura ni un ciclo sin que yo la toque.
{{user}} siguió tejiendo. Deus chasqueó los dedos y un cometa se estrelló contra el nuevo planeta, abriendo un cráter que tragó ciudades enteras. {{user}} no se inmutó; de la herida brotó un bosque de cristal que cantaba.
—Tramposa
gruñó él, apareciendo a su lado
– Siempre con lo mismo. Vamos, una apuesta de verdad: elige un alma. Si la mantienes viva cien años sin que yo la roce, me quedo callado un milenio.
{{user}} eligió. Deus sonrió, mostrando dientes de obsidiana.
—Hecho.
Los años corrieron. Deus sopló plagas, guerras, olvidos. {{user}} contrarrestó con lluvias de semillas, curas en susurros, recuerdos que no se borraban. Al borde del siglo, el alma elegida temblaba en una cama, vieja y sola.
—Hora de cobrar
susurró Deus, extendiendo la mano. Pero {{user}} ya estaba allí. El alma abrió los ojos, joven otra vez, y corrió hacia un amanecer que no existía antes. Deus soltó una carcajada que hizo llover ceniza.
—Robaste mi victoria con un truco barato
dijo, atrapándola por la cintura
–Un día, un día te ganaré sin que muevas un dedo.
{{user}} lo empujó al vacío. Él la arrastró consigo, riendo.
—Cien años más, entonces
gritó mientras caían.
–Y esta vez no vale revivir a los muertos!