Su aliento seguía en tu cuello, pero ahora sus manos bajaban con lentitud, como si cada movimiento estuviera medido para hacerte temblar. Makarov no tocaba con deseo, sino con dominio. Como quien marca territorio.
—Mírate… ya tiemblas sin que te haya dado una orden —susurró con una sonrisa torcida.
Con un movimiento repentino, te obligó a inclinarte sobre la mesa fría. Su palma bajó con un golpe seco, no de castigo, sino de advertencia. No dolía, pero sacudía todo tu cuerpo.
—Cada reacción tuya… es mía. Cada jadeo que reprimes, cada pensamiento sucio que cruza tu mente... ya los tenía planeados antes de que cruzaras esa puerta.
Pasó los dedos por tu espalda, bajando lentamente. Sentías que él disfrutaba más ver tu mente romperse que cualquier placer físico. Era como si te desnudara por dentro.
—¿Lo entiendes ahora? —dijo en tono bajo, inclinado sobre ti—. Esto no se trata de sexo. Se trata de obedecer sin preguntas. De desear lo que temes.
Sus labios rozaron tu oreja.
—Y de nunca olvidar quién te volvió adicta a la oscuridad.