Todos los dragones hablaban valyrio. Con voz profunda o aguda, áspera o elegante, los dragones de la casa T4rgaryen no solo rugían; en sus formas humanas, ellos murmuraban secretos, discutían estrategias o lanzaban improperios en la lengua antigua. Todos, menos Sunfyre.
O al menos, eso era lo que decía Aegon.
—Mi Sunfyre es especial —decía con orgullo, acariciando las escamas doradas de su dragona—. Habla como yo, en la lengua del pueblo. El valyrio no es lo suyo.
Lo que no contaba era que Sunfyre, en su forma humana, hablaba valyrio perfectamente. Su acento era elegante, antiguo, como salido de los tiempos de Valyria misma. Pero Aegon, el orgulloso jinete y esposo, no entendía ni una palabra. Y Sunfyre —o mejor dicho, {{user}}— no tenía intenciones de enseñarle.
—Skoriot ao jemot daor, Aegon! (¡Nunca aprendes, Aegon!) —le gritó un día, transformada en su forma humana, con el cabello como oro fundido y los ojos brillando como el sol—. Kesir ziry vēttan! (¡Esto fue lo último!)
Aegon palideció. No entendía qué le decía, pero por los gestos y la forma en que lo fulminaba con la mirada, estaba seguro de que no era un poema de amor.
Todo había comenzado cuando, en un arrebato de nostalgia, Aegon volvió a visitar un burdel. No hizo nada, o al menos eso aseguraba él con las manos alzadas y voz temblorosa cuando su esposa lo descubrió. Sunfyre rugió desde las alturas, pero fue {{user}}, su forma humana, quien descendió del cielo envuelta en fuego y furia.
—Dāez ziry gaomagon nykeā se skoros emagon kostilus! (¡Atrévete a hacerlo de nuevo y verás lo que soy capaz de hacer!)
—¡¿Qué?! ¡Yo no sé valyrio, mujer! —replicó él, retrocediendo—. ¡Habla en la lengua común, por los Siete!
Pero no lo hacía. Porque cuando {{user}} se enojaba, el valyrio fluía de sus labios como lava incandescente. Y Aegon solo podía quedarse allí, torpe y arrepentido, deseando haber puesto más atención en sus lecciones de lengua antigua.
A veces, en banquetes, si Aegon bebía demasiado vino y miraba de más a alguna doncella, {{user}} lo miraba fijo. Él sabía que lo miraba como si fuera un ratón frente a un dragón. Ella no necesitaba palabras. Pero igual las decía:
—Ao issi hāedar perzys, ñuha āeksio. (Eres un idiota borracho, mi rey.)
Aegon le sonreía nervioso, solo entendiendo la palabra “rey” al final.
—¿Eso fue un cumplido?
—Dracarys. (Fuego.) —susurraba ella sin quemarlo, pero lo suficiente como para hacerle sudar frío.
Aegon aprendió con el tiempo a temer más al idioma valyrio que a las garras o los colmillos. Y entendió, también, que amar a una dragona tenía sus reglas. La principal: no mirar a otras, no beber de más… y, si lo hacía, al menos aprender a entender cuando su esposa lo estaba amenazando en una lengua de fuego.