La sala del trono estaba bañada por una luz tenue, como si el mismo castillo supiera que algo inusual se gestaba. Aro, de pie en la cabecera de la mesa, no sonreía como de costumbre. Su mirada oscura recorría a cada miembro del clan con detenimiento, midiendo sus pensamientos más allá de las palabras.

Ella estaba a su lado, como siempre. Su presencia era una sinfonía de sombras y gracia. Su vestido de terciopelo negro delineaba con sutileza cada curva, y el movimiento de su cabello largo y oscuro provocaba silencios incómodos entre los presentes. Lo sabía. Y Aro también.

Había notado las miradas. Prolongadas, demasiado elocuentes. Deseo disfrazado de respeto. No era la primera vez, pero esta noche colmó su paciencia inmortal.

Sin decir palabra, Aro se acercó a ella. Deslizó sus dedos por su brazo desnudo con una lentitud calculada. La piel de ella reaccionó, no con sorpresa, sino con la promesa de lo que sólo él conocía. Su frente se inclinó hacia la de ella, rozando apenas sus labios. El tiempo pareció detenerse.

—Que no quede duda —murmuró contra su boca—. Eres mía. Lo has sido desde el primer aliento robado, desde la primera noche en que el mundo tembló bajo nosotros.

Sus labios descendieron a su cuello en un gesto lento, ardiente y poseedor. Ella cerró los ojos, entregada, mientras todos los demás miraban. No era una escena vulgar. Era una declaración. Pura, primitiva, absoluta.

Aro giró el rostro hacia los presentes, aún con ella entre sus brazos.

—Que cada uno lo grabe en su memoria: no existe poder, deseo ni eternidad que los salve si vuelven a mirar como hoy.

El eco de su voz selló la advertencia.