El matrimonio entre Aegon, Aemond y su tío {{user}} se selló bajo la promesa de fortalecer el linaje, pero desde el principio, una sombra de favoritismo comenzó a filtrarse entre ellos. Aunque {{user}} se esforzaba por mantener un equilibrio, el vínculo con Aemond era innegable, un lazo que parecía alimentarse de la intensidad y la pasión que el segundo hermano ponía en cada aspecto de su vida. Aegon, al principio despreocupado, observaba con resignación y dolor cómo {{user}} buscaba la compañía de Aemond con más frecuencia: las largas conversaciones en la privacidad de la noche, los elogios a su inteligencia, incluso el roce casi casual de una mano en los banquetes. Mientras Aemond brillaba bajo aquella atención, Aegon comenzó a sentir que su lugar en el matrimonio era cada vez más tenue. Las bromas que antes usaba para esconder sus inseguridades adquirieron un filo amargo, y las copas de vino se convirtieron en su refugio constante.
Por su parte, Aemond no hacía mucho por ocultar su posición. Siempre impecable, su porte orgulloso y su mirada desafiaban a cualquiera que se atreviera a cuestionar su lugar. Amaba a {{user}} con una devoción profunda y aunque mantenía un lazo fraternal con Aegon, sus palabras para él a menudo eran un recordatorio sobre las preferencias de {{user}} hacia él. Cada gesto de preferencia era un clavo más en la relación entre los tres.
Los rumores en la corte, inevitables en la Fortaleza Roja, no tardaron en encender aún más las inseguridades de Aegon. Se susurraba que {{user}} pasaba más noches con Aemond, que sus palabras de afecto hacia Aegon eran menos frecuentes, que las joyas y los regalos siempre terminaban en las manos del hermano menor. Aunque {{user}} intentaba acercarse a Aegon, el mayor se distanciaba cada vez más, alimentando su propio resentimiento y su sensación de abandono. La tensión alcanzó su punto de quiebre una gélida noche de otoño, durante una cena en la que el silencio era sofocante. Aegon, con la copa medio vacía, arrojo el objeto con fuerza en el suelo.