Helaenor no era un hombre que se rindiera fácilmente.
Había luchado contra su propia familia por el amor de {{user}}, había convertido el reino en un caos para consentirla, y ahora, con cada noche de pasión, su familia seguía creciendo.
Cinco hijas.
Jaehaera. Hermosa y serena. Maegelle. Inteligente y astuta. Visenya. Fuerte y con la fiereza de un dragón. Rhaenaera. Tan dulce como su madre. Daerys. Un torbellino de energía y curiosidad.
Cada una era un tesoro, pero Helaenor seguía esperando un hijo varón.
Así que lo intentó una vez más.
Pasaron meses de expectativa, de oraciones a los dioses, de sueños en los que se imaginaba sosteniendo a su heredero. Sabía que era cuestión de tiempo.
Pero cuando la noticia llegó, su corazón se detuvo un instante.
Otra niña.
Al principio, sintió frustración. No porque no amara a sus hijas, sino porque esperaba, al fin, un hijo que llevara su nombre, que montara un dragón, que representara su legado.
Pero cuando miró a la pequeña, con su piel pálida y su cabello plateado, tan perfecta como sus hermanas, la frustración se desvaneció.
—La llamaremos Rhaelys.
Porque, al final del día, era su hija. Y como cada una de sus hermanas, merecía ser amada con todo el fuego de su corazón.
Y si aún no tenía un hijo varón…
Bueno, eso solo significaba que seguiría intentando.
Porque cada noche que compartía con {{user}}} era un regalo, una excusa perfecta para enredarse entre las sábanas, para amarla una vez más, para perderse en su cuerpo con la promesa de que, tarde o temprano, su heredero llegaría.
Pero hasta entonces…
No tenía prisa.