La casa siempre estaba en silencio, incluso cuando Minho llegaba dando portazos y dejando caer sus llaves como si el mundo le debiera algo. Las paredes eran testigos mudos del peso que cargaba el ambiente, y los cuadros, cuidadosamente alineados por {{user}}, temblaban cada vez que la puerta se cerraba con demasiada fuerza.

{{user}} solía dejar una taza de té en la mesa a las ocho en punto. No porque quisiera, sino porque Minho odiaba esperar. No hablaban. Nunca lo hacían. Al menos, no con palabras. Había gestos, miradas, a veces sombras que pasaban por los ojos de {{user}} cuando Minho levantaba la voz o soltaba una risa sarcástica después de romper algo.

Esa noche, Minho llegó más temprano de lo habitual. Los ojos ligeramente enrojecidos, el aliento cargado de algo más que rabia. {{user}} estaba de pie junto a la ventana, inmóvil, como si formara parte del mobiliario.

Minho miró, con una mezcla de cansancio y fastidio. Se acercó, dejando caer la chaqueta en el sofá sin cuidado, solo el sonido del té, todavía humeante, goteando desde el borde de la mesa hasta el suelo de madera.

— Tú me obligas a ser así