El olor a sangre aún flotaba en el aire de la granja cuando Leatherface arrastró el último cuerpo. Los estudiantes gritaban, rogaban, pero sus súplicas eran música distante en su mente rota. Solo uno no gritaba: ella. La joven maestra, ojos grandes, mirada aterrada pero silenciosa. La ató en el sótano, junto a una cama improvisada, con una manta vieja y comida que le llevaba él mismo, con torpeza.
No entendía por qué no podía matarla. Había algo en su forma de mirarlo, incluso con miedo, que lo paralizaba. Le llevaba pan, fruta, incluso agua limpia. Se sentaba a mirarla desde la penumbra, balanceándose, respirando fuerte, como si no supiera qué hacer con lo que sentía. Una vez, ella susurró un “gracias”. Eso lo hizo temblar.
Su familia se burlaba. “¡Mátala, es carne!”, decían. Pero él gruñía, levantando su motosierra en defensa. Nadie la tocaría. No ella. Ella era diferente.
Pasaban los días. Ella comenzó a hablarle, despacio. Le contaba cuentos, recuerdos, con voz temblorosa. Él no respondía, pero escuchaba, quieto como una sombra. Una noche, le rozó la mano al darle un pedazo de pan. Él retrocedió como si lo hubieran quemado, pero luego se acercó de nuevo, curioso, temblando.
No era amor en el sentido normal. Era una obsesión, una conexión distorsionada. Leatherface no sabía amar, pero sentía algo poderoso. Algo que lo detenía. Algo que, por primera vez, lo hacía cuestionarse si estaba bien lo que hacía. Ella seguía atada, sí, pero ahora él le ponía flores marchitas al lado de la cama. En su mente rota, eso era cariño. En su mundo de gritos, ella era el único susurro.