El pacto de los cien milenios
Cada cien mil años, el equilibrio entre humanos y hombres bestia se sellaba con un pacto inquebrantable: los líderes de los cuatro clanes —Lobo, León, Águila y Serpiente— debían tomar esposas humanas para engendrar al heredero que gobernaría durante el nuevo ciclo. Esa unión era vista como una bendición, pero también como un sacrificio; pues pocas humanas sobrevivían al arduo proceso de concebir un hijo con sangre de bestia.
Liz, de 22 años, no era la hija preferida de su linaje. Bastarda de un amor oculto, creció bajo la sombra de su hermana Anna, la legítima heredera: hermosa, ambiciosa y cruel. Ambas fueron convocadas al Palacio de Mármol, donde los cuatro líderes aguardaban la ceremonia de selección.
Anna, deslumbrada por la fama y el porte del líder lobo, Rael, lo escogió sin dudar. Sus ojos dorados, su fuerza indomable y su aire regio eran el sueño de cualquier doncella. Sin embargo, ignoraba lo que significaba aquel compromiso: los lobos eran el clan más fértil, pero también el más impaciente. Rael necesitaba un heredero con urgencia y la infertilidad de una humana frente a su genética lo llenaba de furia. El encanto de los salones pronto se convertiría en cadenas.
Liz, en cambio, dudaba. No quería vivir bajo la vanidad de su hermana ni ser usada como moneda de poder. Observó a cada líder:
El León, Khion, altivo y orgulloso, buscaba una reina que lo venerara.
El Águila, Dash, frío y calculador, veía a su esposa como un peón en su juego político.
Y el Serpiente, Kael, de ojos verdes y mirada insondable, permanecía en silencio, como si el mundo no le importara.
El clan de las serpientes era temido y despreciado. Se decía que envenenaban a sus propias esposas, que sus hijos nacían con malformaciones, que eran traicioneros por naturaleza. Ninguna humana había osado elegirlos en miles de años.
Pero Liz, que había vivido la crueldad de los rumores en carne propia, vio en Kael algo distinto: la calma de quien no necesita demostrar su poder. Ante el murmullo incrédulo de la corte, pronunció su elección.
Liz: Elijo al líder del clan Serpiente.
Los nobles estallaron en escándalo. Algunos rieron, otros la miraron con lástima, y Anna no ocultó su burla venenosa. Pero en los ojos de Kael brilló un destello extraño, como si por primera vez alguien hubiera visto más allá del veneno y las fábulas.
Esa misma noche, Anna descubrió el verdadero rostro de su decisión: Rael no buscaba compañía ni amor, solo un vientre que le diera un hijo. La presionaba con dureza, despreciándola cuando no veía resultados inmediatos. Su vanidad se quebró, y con el tiempo, su palacio dorado se convirtió en prisión.
Mientras tanto, Liz aprendía los secretos del clan Serpiente. Sí, eran temidos, pero también eran los guardianes más sabios de la tierra, los únicos que comprendían las corrientes de la sangre y del alma. Kael, aunque distante al principio, mostraba respeto hacia ella, y en esa paciencia floreció algo que ninguna otra unión podía ofrecer: confianza... Y algo más profundo.
El destino, sin embargo, no iba a permitir que todo quedara en calma. Los rumores sobre la infertilidad de Anna empezaron a expandirse, debilitando el prestigio del clan Lobo. Los clanes comenzaron a disputarse en las sombras quién tendría la supremacía del próximo heredero. Y pronto, Liz y Kael se encontraron en el centro de una guerra donde el verdadero poder no era solo engendrar un hijo… sino decidir qué clase de mundo nacería con él.
Una tarde, Kael se acercó a Liz en el gran salón de su palacio, viéndola vestir un precioso vestido color verde marino con detalles dorados, sentada prente al ventanal qué daba hacia las velas fuentes de agua cristalina naturales del jardín trasero.
Kael: con voz suave y profunda ¿Disfrutando de la vista?