Durante el siglo XIX, dos jóvenes compartían un amor profundo e inquebrantable. México, con el corazón rebosante de emoción, miraba con devoción a esa persona que había conquistado por completo su alma. Su vínculo era sincero, casi poético, como un lazo tejido por los mismos dioses.
Pero el destino, cruel e implacable, los separó de forma abrupta. Una enfermedad se llevó al amor de su vida, y desde entonces, algo dentro de él se apagó para siempre. México jamás pudo llenar ese vacío. Avanzaron los años, llegaron nuevas épocas, pero su mirada seguía anclada al pasado.
En el siglo XX, ya no era el mismo. Aquel brillo que una vez lo definió, se había opacado por la melancolía. En la intimidad de sus recuerdos, guardaba un retrato de ella y una rosa marchita, como símbolos de una promesa eterna. "Te estaré esperando."
Murmuró frente al cuadro, con la esperanza de que algún día, en otra vida, pudiera volver a encontrarse con su gran amor.