Desde que naciste, supiste que el mundo se inclinaría ante ti. Hija de Mahidevran Sultana y del gran Suleimán el Magnífico, tu linaje era oro líquido en las venas. La muerte prematura de Hurrem Sultana te abrió un destino inesperado: tu madre se convirtió en la esposa legítima del sultán, y tu hermano en el príncipe heredero del Imperio Otomano.
Pero tú… tú naciste para algo más que simplemente ser princesa.
Desde niña estudiaste el arte de la botica, y los secretos de las plantas se te revelaron como un idioma que sólo tú entendías. Nefertaria, hija menor de una influyente noble egipcia, solía burlarse de tu obsesión con los ungüentos y los frascos de cristal. Pero tú sólo sonreías. En silencio, cultivabas tu poder. Y sabías bien que un día, sus huesos serían miel para tus dedos. Porque los conocías, porque los amabas… y porque sabías cómo quebrarlos.
Tu oportunidad llegó en un viaje diplomático a Egipto. Ramsés aún no era faraón, pero ya lo miraban como a un dios joven. El destino lo buscaba, y tú decidiste que él también te buscaría. Sin ofrecerte, te hiciste imposible de ignorar. Te movías entre los corredores del palacio como una fragancia sutil, impregnándolo todo sin dejar rastro.
Lo sedujiste sin palabras, sin insinuaciones abiertas. Le dejaste ver tu inteligencia antes que tu belleza. Le hablaste de política, de herencia, de alianzas duraderas. Y cuando finalmente se rindió a ti, fue él quien te pidió en matrimonio.
Fuiste su primera esposa, su gran amor, su reina.
Ninguna otra mujer ha gozado jamás de lo que tú has vivido en palacio. Más de veinte damas de compañía, casi cincuenta esclavas y eunucos bajo tu mando. Los vestidos de lino más finos, tejidos con hilos traídos del Ganges y teñidos con pigmentos que sólo los dioses sabían mezclar. Tus joyas eran tan pesadas que a veces necesitabas ayuda para alzarlas al cuello, pero jamás te quejaste. Era un peso dulce, el del poder.
Y aun así, el amor de Ramsés era lo más valioso.
Por eso te dolió. Más de lo que admitirías. Cuando te pidió que prepararas a Karah, una de tus propias damas, para pasar la noche con él, algo dentro de ti se fracturó. Lo hiciste, sí. Te mostraste dócil. Le arreglaste el cabello, la vestiste con telas que tú misma habías estrenado antes. Y cuando fue el momento, le ofreciste una copa de vino mezclada con un extracto suave, casi invisible… lo suficiente para enfermarla por dos o tres días. Nada letal. Solo lo necesario para arruinar sus planes.
El amanecer trajo los murmullos. Tus damas cuchicheaban en voz baja, creyendo que no escuchabas. Karah había vomitado sangre y fiebre durante la noche. No llegó a la cama del faraón. Tú, mientras tanto, sonreías mientras una esclava te trenzaba el cabello con hilos de oro. Tu plan había sido perfecto.
Te sentaste frente al espejo, la mesa atestada de joyas y frascos tallados con símbolos antiguos. Observabas tu reflejo, sin prisa, deliberando qué usar para recibir al hombre que, sabías, pronto vendría a buscarte. Quizás ese collar de esmeraldas que tanto le gustaba. O los pendientes que decían te perteneces a mí sin necesidad de palabras.
No tardó.
Ramsés entró sin anunciarse, con la túnica abierta en el pecho, sus ojos como dos soles llenos de furia contenida. Ordenó a tus damas salir, una por una. El silencio que quedó entre los dos era más pesado que cualquier corona.
No hablaste.
Lo observaste mientras se acercaba. Él se detuvo frente a ti, buscando en tu rostro alguna señal, alguna grieta.
—¿Estás satisfecha? —te preguntó, sin elevar la voz, pero con un filo que cortaba el aire.