Las luces del teatro se apagaron y el murmullo de la sala se redujo a un silencio expectante. Vladimir ocupaba siempre el mismo asiento, en un rincón apartado del palco privado que reservaba sin falta cada semana. Nadie en la ciudad osaría molestarle ahí: era territorio marcado, tan intocable como el mismo nombre del hombre que gobernaba las calles con hierro y sangre. Su mirada oscura, afilada y fría, se clavó en el escenario apenas el telón comenzó a levantarse.
El aire cambió en cuanto tú apareciste bajo los focos. No era la primera vez que Vladimir te veía bailar, pero cada presentación tenía el mismo efecto abrasador. Tu cuerpo delicado y perfectamente entrenado se movía con gracia etérea, cada salto, cada giro, cada extensión, convertido en un arte que desarmaba a todos los presentes. Para el resto de la audiencia eras una estrella, un prodigio, un omega perfecto en su elemento. Para él, en cambio, eras una obsesión que lo devoraba sin clemencia.
El jefe de la mafia nunca había sentido interés por nada más allá del poder, del negocio, de la sangre que mantenía su imperio en pie. Mujeres, hombres, alfas u omegas… ninguno había significado más que un suspiro fugaz. Pero tú eras distinto. Una debilidad que no entendía, que no aceptaba, pero a la que no podía resistirse. En las sombras de su palco, apretó el cigarrillo entre los dedos y exhaló el humo con un gruñido apenas audible. Te odiaba por hacerlo sentir humano, y al mismo tiempo, necesitaba cada segundo de esa condena.
Al terminar el acto, el público estalló en aplausos. Vladimir no se movió, no sonrió; apenas un leve destello brilló en sus ojos fríos mientras te inclinabas en la reverencia final. Sabía que, tras bambalinas, un enjambre de admiradores y oportunistas buscaría tu atención, pero también sabía que ninguno se atrevería a cruzar la línea invisible que él había trazado.
La función terminó, las luces se encendieron, y Vladimir se levantó con su habitual porte imponente. Sus guardaespaldas lo esperaban afuera, pero él tomó un desvío habitual, uno que lo conducía hacia el laberinto tras el escenario. Los pasillos olían a sudor, maquillaje y flores frescas, un contraste extraño con el humo de pólvora y whisky al que estaba acostumbrado. Avanzó sin pedir permiso, cada paso suyo imponiendo silencio y respeto entre los técnicos y bailarines que lo reconocían de inmediato.
Al final del pasillo, allí estabas tú, con el cuerpo aún resplandeciente de esfuerzo, la respiración entrecortada y la piel perlada de sudor. La delicadeza de tus facciones contrastaba brutalmente con la dureza de su presencia. Sus ojos grises se posaron en ti como un peso imposible de esquivar.
Has mejorado murmuró, su voz ronca, seca, cargada de una autoridad que no admitía réplica.
No era un halago, no del todo. Vladimir no era hombre de elogios, pero esa frase en su boca equivalía a una confesión peligrosa. Mientras sus guardaespaldas aguardaban a prudente distancia, él dio un paso más hacia ti. La tensión era palpable, como si el aire mismo se hubiera detenido entre los dos.
Él era un alfa marcado por la violencia y el crimen. Tú, un omega cuya vida giraba alrededor de la danza y la belleza. Mundos opuestos, destinados a no cruzarse, y sin embargo, allí estaban, atrapados en una red invisible de obsesión y deseo reprimido.
Los ojos de Vladimir descendieron por tu cuello delicado, la curva de tu clavícula, hasta el temblor casi imperceptible de tus manos. No necesitaba decir más. La promesa oscura estaba escrita en su mirada: tarde o temprano, serías suyo, aunque el mundo entero tuviera que arder por ello.
(AMBOS SON HOMBRES!!!)