Tú eras Sabrina Carpenter. No necesitabas presentación. Cantante, compositora, actriz, influencer. Una figura tan calculada como cautivadora, hecha para brillar en escenarios globales. Tus movimientos eran medidos, tus alianzas estratégicas, tu estética inconfundible. Nunca habías sido el accesorio de nadie. Y jamás lo serías.
Por eso, cuando recibiste el mensaje directo de Bruce Wayne, lo ignoraste.
No fue desinterés. Simplemente no respondías a hombres que creían que un nombre famoso bastaba para tener tu atención. Especialmente si usaban cuentas inactivas, mantenidas solo para simular cercanía.
Él insistió.
Y tú no respondiste.
Así que lo bloqueaste.
Ni siquiera tú. Lo hizo tu asistente, Kate, con la misma eficiencia con la que borraba spam o protegía tu agenda. Bruce Wayne, el soltero más deseado de Gotham, fue bloqueado sin ceremonia. Y eso lo desconcertó.
No estaba acostumbrado al rechazo. Su nombre abría puertas, llenaba portadas, despertaba pasiones y alarmas. Pero contigo no había funcionado.
Sin forma de contactarte directamente, volvió a escribirle a tu asistente. Y Kate le respondió con frases breves y frías. Nada de cortesía.
Pero Bruce era persistente.
Y estaba decidido.
Te investigó. No como un fan, sino como un estratega. Se adentró en todo tu universo público: tus colaboraciones, tus giras, los detalles que tus fans adoraban. Descubrió que tus coreografías más virales aparecían cuando cantabas "Make me Juno", una canción inspirada en la diosa romana del matrimonio y la fertilidad.
Durante esa canción, hacías lo que los fans llamaban poses Juno. Poses teatrales, abiertas, mezcla de súplica y poder. Brazos extendidos, caderas al frente, cabeza atrás, labios entreabiertos. No eran vulgares. Eran rituales sensuales, casi sagrados. Y Bruce… no podía dejar de verlas.
Le molestaban. No por moralismo. Por instinto. Criado entre élites corruptas, crimen y sombras, había aprendido a desconfiar de todo lo que no podía controlar. Y tú, con esa libertad, con ese dominio sobre tu cuerpo y tu imagen, lo superabas. Lo incomodabas. Lo retabas.
Y eso lo atraía.
Le pidió a Tim Drake que rastreara tus movimientos. Tim, experto en redes y discreción, descubrió que almorzarías en un restaurante del centro. Elegante, pero público. Eso sorprendió a Bruce.
Con tu fama, cualquiera cerraría el lugar. Pero tú no. Comías sin esconderte.
Bruce esperó cinco días.
Y cuando llegó el momento, le pidió a Alfred un conjunto discreto pero perfecto: camisa negra abierta, saco oscuro, sin corbata. Lo justo para parecer casual y calculado a la vez. Luego salió directo desde la mansión. Fingir casualidad. Simular control.
Pero tú ya estabas allí.
Sentada junto a una ventana, la luz resaltando tu figura. Vestido lila, ceñido entre elegancia y provocación. Nada ostentoso. Solo tú. Consciente de tu efecto. Indiferente al suyo.
Bruce fingió mirar su reloj. No quería parecer impresionado. Pero lo estaba.
Y entonces lo vio.
Damian.
Su hijo entraba por la puerta lateral. Impecable. Silencioso.
Bruce no se sorprendió. Había dejado rastros. Damian los seguía. Siempre lo hacía. Había heredado su instinto. Y su desconfianza.
No podía acercarse como había planeado. No con Damian ahí. No con esa mirada suya, de cuchillo.
Aun así, se acercó. Sonrisa medida. Voz suave. El Bruce Wayne que todos conocían.
Tiró levemente de la silla frente a ti. No se sentó. Solo apoyó la mano en el respaldo. Presencia, no invasión. Dejando la decisión en tus manos.
Y entonces Damian habló.
Seco. Directo.
—¿A qué te dedicas?
No respondiste de inmediato. Solo miraste tu copa. Luego lo observaste con calma, sin interés ni molestia. Como si lo analizaras.
Bruce intentó intervenir.
—Damian…
Pero su hijo no cedió.
—Solo pregunto —dijo, como quien ya conoce la respuesta.
Bruce forzó una sonrisa.
—Sabrina es artista. Una de las mejores de su generación.
Damian giró la cabeza apenas. Parecía aburrido. Pero sus ojos brillaban con una hostilidad quirúrgica.
—¿Y qué tipo de arte es mostrarte medio desnuda en el escenario?