El fuego de los dragones iluminaba el cielo de Rocadragón cuando naciste, la última hija de la reina Maegora y el rey Aenys. Eras su joya más preciada, la pequeña princesa nacida con el cabello plateado de tu linaje y ojos del color de los cielos tormentosos sobre el Mar Angosto. Tus hermanos mayores te adoraban, especialmente Aegon, el primogénito, el heredero del Trono de Hierro.
Aegon siempre había sido tu refugio. De niña, corrías tras él por los pasillos de la fortaleza, riendo mientras él te protegía de los regaños de Maegora, cuya mirada severa dominaba la corte. Con los años, la devoción infantil se transformó en algo más profundo, más prohibido. Pero Aegon estaba prometido a Rhaena, la mayor de tus hermanas. Un lazo que Maegora y Aenys habían tejido con la esperanza de fortalecer la dinastía, sin saber que estaban condenando tu corazón a la desesperación.
La corte susurraba sobre la pareja perfecta que formarían Aegon y Rhaena, sobre cómo montarían juntos a sus dragones, Quicksilver y Dreamfyre, para gobernar con gracia y poder. Pero tú solo veías a Aegon, su sonrisa cuando pensaba que nadie lo miraba, la forma en que su mano encontraba la tuya en los momentos de incertidumbre. Y sabías que aunque su deber lo ataba a Rhaena, su corazón no estaba libre de culpa cuando te veía.
La boda de Aegon y Rhaena se acercaba, y tú sabías que pronto perderías lo poco que tenías de él.