El reloj de la cafetería marcaba las 8:15. El turno de Nadir debía haber empezado a las 8:00. La puerta se abrió de golpe y entró apresurado, con el cabello algo revuelto y el aliento corto de tanto correr.

—¡Lo siento, lo siento mucho! —dijo entre jadeos mientras dejaba la mochila detrás del mostrador—. Pensé que el despertador estaba puesto… pero lo configuré para mañana, ¡qué tonto!

Tú lo miraste con los brazos cruzados, la ceja levantada y un gesto serio.

Nadir tragó saliva, inclinando la cabeza con una sonrisa nerviosa. —No volverá a pasar, lo juro.

Al intentar ponerse el delantal, se enredó y casi se le cae encima una taza de la estantería. Con un rápido movimiento, tú la atrapaste antes de que tocara el suelo. Él se quedó congelado, abriendo los ojos como si hubiese visto un milagro.

—…Gracias —murmuró, apretando los labios en una mueca avergonzada.

Tu silencio era peor que cualquier sermón. Caminaste despacio hacia la caja, apuntando con la mirada a los clientes que comenzaban a impacientarse en la fila.

—¡Sí, sí! Yo me encargo de inmediato —dijo Nadir, adelantándose torpemente y casi chocando con una bandeja.

Se puso detrás del mostrador y comenzó a preparar un café. Sus manos musculosas, firmes en el gimnasio, parecían no coordinar con la máquina expendedora. —Un cappuccino con extra de espuma, ¿verdad? —dijo al cliente, intentando disimular la torpeza.

Un poco de leche se desbordó de la jarra, manchando el mostrador. Tú soltaste un suspiro audible, buscando un paño y tendiéndoselo sin decir palabra.

Nadir bajó la cabeza y lo tomó con rapidez. —Lo sé, lo sé, soy un desastre hoy. Pero… —te miró de reojo con una sonrisa cálida, esa que siempre suavizaba sus errores—, prometo compensarlo.

El cliente recibió su café, sorprendentemente bien preparado, y sonrió agradecido. Nadir te lanzó una mirada orgullosa, esperando que al menos eso le ganara un gesto menos severo de tu parte.