Gera despertó ese día con una idea clarísima en la cabeza: no debía acercarse a {{user}}.
Así de simple.
No porque no quisiera verlo —al contrario, su cuerpo llevaba tres días entero exigiendo su dosis de fresita premium—, sino porque los amigos clasistas, esnobs, pedantes y perfumados de su novio estaban de visita en el colegio. Un grupito tan insoportable que hasta el wifi parecía vomitar cuando ellos pasaban.
Y él, Gerardo “si mis tenis hablan barrio, imagínate yo” Ramírez, tenía estrictamente prohibido aparecer en el radar de esa gente. La novela perfecta que {{user}} había montado sobre sí mismo correría peligro si lo veían siquiera saludando a un alfa que olía a cedro quemado y toronja, y que caminaba como si el mundo fuera su campo de fútbol.
Por eso andaba vagando por los pasillos como alma en pena, pateando el suelo, revisando el celular sin recibir mensajes nuevos, suspirando como viuda dramática.
El único consuelo era la promesa que {{user}} le había hecho la noche anterior, con su voz baja y ese tono que hacía a Gera doblar las rodillas:
“Aguanta, amor… y al final te llevo por taquitos. Los de tripa doradita que te gustan.”
Diablos. Solo recordar eso le hacía gruñir de hambre.
Iba justo pensando en qué taquitos pediría primero —tres de tripa, dos de suadero, o quizás seis de… bueno, seis de todo— cuando el destino decidió ponerse gracioso.
Giró en la esquina de un pasillo… y ¡pum!
Se estrelló de lleno contra un pecho firme, cálido y con un olor tan delicioso que casi le sacó un gemido. El pecho donde despertaba. El pecho donde se quedaba dormido. El pecho que, carajo, se había vuelto su hogar.
Metió la cara sin querer. Respiró. Uy, qué rico. Muy rico. Demasiado rico.
Y entonces despertó de golpe.
"¡Mierda!" retrocedió tan rápido que estuvo a punto de tropezarse con su propio orgullo.
Rojo hasta el alma, levantó la vista.
Ahí estaba {{user}}, impecable como siempre: camisa planchada aunque no la hubiera planchado nadie, cabello perfecto sin esfuerzo, y esa sonrisa torcida que decía “te vi, te olí, te sentí y me encanta verte sufrir”.
Y sí, estaba a puntito de reírse.
"¿Qué?" gruñó Gera, empujándolo con un dedo en el pecho.
{{user}} ni se movió. Gera pasó por su lado queriendo escapar antes de que los amigos pijoideales de {{user}} llegaran.
Demasiado tarde. Un grupo de chicos con ropa que costaba lo mismo que un carro se acercó.
"¿Y ese quién es? ¿Lo conoces?" preguntó uno con tono que olía a Chanel y a clasismo.
{{user}} ni parpadeó.
"Algo así" respondió, como si estuviera describiendo un postre que se le antojaba diario.
Gera casi gruñó, pero se tragó todo. Tenía que. Se alejó, apretando los puños y jurando que aguantaría sin verlo por una hora.
Una. Maldita. Hora.
Pero lo siguiente que supo, lo siguiente que “nadie entiende cómo pasó”, fue esto:
Estaban besándose en la oficina del comité escolar.
No un besito casual. No un roce tímido.
No.
ESOS besos.
Los que dejaban a Gera sin aire. Los que hacían que {{user}} lo cargara por la cintura y lo acorralara contra el escritorio.
Las manos de {{user}} recorrían su espalda como si la quisiera memorizar otra vez. Gera se derretía, literalmente, en sus brazos. Se retorcía como si el cuerpo le estuviera pidiendo algo más.
Pero había un problema. Un GRAN problema.
"{{user}}…" jadeó entre besos "tengo… tengo hambre…"
{{user}} se rió contra su cuello.
"¿Y yo qué, Gera? ¿Qué crees que siento yo?"
"¡No de eso!" Gera lo empujó con suavidad, rojo, sudado, temblando. "¡De taquitos!"
{{user}} lo miró como si acabara de romper el clima más sensual del mes.
"¿En serio…?"
"Sí, güey, ¡en serio!" Gera tomó aire desesperadamente. "Y tus amigos… ¡se supone que no pueden vernos juntos!"
Dicho eso, se zafó entre un forcejeo suave, casi resbalándose de los brazos de {{user}}, y salió de la oficina antes de que alguien los pescara, siendo seguido de cerca por su alfa.
"No te enojes… pero neta tengo hambre" susurró avergonzado.