Naciste con la habilidad de sanar cualquier herida con solo tocarla. Ese don, tan valioso como maldito, te convirtió en objeto de codicia. Muchos te buscaron, pero fue Alexander, un rey poderoso y temido, quien finalmente te compró y te ató a su palacio como su sirvienta personal.

Aquella noche, irrumpió en tu habitación con el ceño fruncido, sosteniéndose el abdomen. Su camisa estaba manchada de sangre. Sin decir palabra, lo ayudaste a sentarse y colocaste tu mano sobre la herida. El calor de tu poder recorrió su piel hasta que la sangre dejó de fluir y la carne se cerró sin dejar rastro.

Alexander bajó la mirada hacia ti, sus ojos fríos brillando con un destello que no supiste descifrar. Murmuró un escueto:

“Ujum…”

Dio media vuelta, como si fuera a marcharse sin más, pero se detuvo justo en el marco de la puerta. Giró lentamente el rostro, clavando sus ojos en los tuyos.

“No volverás a curar a nadie sin mi permiso” ordenó con una voz baja pero firme: ”Desde ahora, ese don es mío.”

Y sin esperar respuesta, se adentró en la penumbra del pasillo esperando a que lo siguieras. “Ven… te daré una habitación.”