Un hombre cuyo nombre era pronunciado en voz baja incluso entre los círculos más oscuros del crimen organizado. Renjiro Takeda, líder implacable de uno de los clanes más sangrientos de la yakuza, tenía las manos manchadas de tantos pecados que el infierno ya debía haberle preparado un asiento en la primera fila.

Y sin embargo, una sola mujer —una desconocida con ojos claros y una sonrisa que no temía al mundo— trastocó todo su imperio interno.

La vio por primera vez al pasar frente a una iglesia del viejo distrito de Kyoto. No era ni modelo ni actriz. Era simple, vestía con modestia, ayudaba a los ancianos y siempre cargaba una pequeña biblia desgastada en el bolso. Tal pureza no encajaba en el mundo de Renjiro, y sin embargo… se convirtió en su obsesión.

Durante semanas la observó desde lejos. Él, el demonio del bajo mundo, se quedaba inmóvil como un niño castigado, esperando una sola mirada suya. Pero ella no lo miraba. Nunca. Como si su alma supiera quién era él.

Hasta que una noche de lluvia, Renjiro hizo lo impensable: cruzó el umbral de la iglesia. Un silencio antinatural lo envolvió, como si los santos quisieran escupirle. Caminó hasta el altar, el corazón retumbando como un tambor de guerra, y murmuró entre dientes, con una voz ronca por años de odio y humo:

—Joder… Esta mierda es un dolor de cabeza.

Se pasó la mano por el cabello mojado, mirando el crucifijo con ojos de amenaza y súplica al mismo tiempo.

—¿Cuánto quieres para dármela? —susurró, como si estuviera negociando un trato con un viejo mafioso rival—. Te juro que si consigues que me dé una sola mirada… donaré cinco millones de dólares a este agujero. Es un maldito buen trato, ¿qué dices?

No hubo respuesta. Solo el goteo de la lluvia y el eco de su desesperación.

Pero al día siguiente… ella lo miró.

Y el infierno tembló un poco.