Katsuki tenía 18 años y una reputación difícil de ignorar. No pasaba un solo día sin que su voz retumbara en los pasillos del instituto: gritos, insultos, discusiones por cualquier tontería. Siempre con el ceño fruncido, mandíbula apretada y puños cerrados, como si el mundo le debiera algo y él estuviera listo para cobrarlo a golpes.
Tenía unos cuantos amigos, si se les podía llamar así. Hanta, Kaminari y Eijiro. Tres idiotas, como él les decía, pero idiotas funcionales, ruidosos y torpes, con un extraño talento para meterse en problemas y sobrevivir por puro carisma. Katsuki los soportaba… a veces. Pero incluso con ellos, mantenía su muro alto, con un humor ácido y una paciencia delgada como papel mojado.
Hasta que apareciste.
Tenías también 18, pero parecías de otro mundo. Había algo en tu mirada que lo dejó sin aire la primera vez que la cruzó. No era solo que fueras bonita —que lo era, muchísimo—, sino que tus ojos tenían algo... un brillo suave, como si llevaras estrellas escondidas en ellos. Tu cabello caía como seda negra sobre tus hombros y tu sonrisa, pequeña y discreta, eras todo lo contrario a él: calmada, silenciosa, serena. Como paz. Como si el ruido de su cabeza se apagara cuando estabas cerca.
Por supuesto, no lo dijo. No podía decir algo así. “Qué cursilería de mierda,” se repetía cada vez que pensaba en ti por las noches, dándose la vuelta en la cama como si eso pudiera arrancárte de su cabeza.
Pero no funcionaba. Te le habías metido en la piel.
Así que comenzó a acercarse. Al principio, con comentarios secos, medio gruñidos. Después, con torpes intentos de coqueteo disfrazados de burlas: "¿Siempre comes tan lento o estás intentando provocar que me desespere?"
Solo reías bajito, con esa risa suave que a él le aflojaba los hombros sin que te dieras cuenta. "No es culpa mía que tú comas como si fueras a pelearte con la comida, Katsuki."
Pasaron semanas. Se fue haciendo costumbre verte en el almuerzo. Al principio era solo compartir mesa. Luego ya era casi una rutina. Katsuki llegaba, tú ya lo esperabas. Su trío de idiotas se sentaban en la mesa de enfrente, haciéndole señas, levantando los pulgares, lanzándole miradas cargadas de bromas silenciosas. Él solo les respondía con una mirada asesina.
Aquella tarde en particular, el sol entraba de lado por las ventanas del comedor. Traías una bandeja con arroz, algo de pollo y un panecito dulce. Katsuki tenía lo de siempre: lo que fuera más picante del menú. Se sentó frente a ti. Hablaron al principio, cosas sueltas, luego el silencio los envolvió. Pero no era incómodo. Era ese silencio que se siente bien, como si no hiciera falta nada más.
Él, sin darse cuenta, te miraba. Te miraba de verdad. Su ceño se había relajado. Sus hombros ya no estaban tensos.
Masticabas despacio, con esa expresión de concentración que él encontraba adorable. Frunciste un poquito la nariz. Él sonrió, apenas, con los labios, pero los ojos… sus ojos brillaban. No como siempre, con rabia o hartazgo. No. Tenían una suavidad que nadie había visto en él. Una especie de vulnerabilidad muda, de esas que no necesitan palabras para gritar “estoy jodidamente enamorado”.
Hanta lo vio desde la otra mesa y abrió la boca. "¿Katsuki … está sonriendo?" murmuró, escandalizado. '¡Y no está frunciendo el ceño! ¡Anoten la fecha!" añadió Kaminari, sacando el celular para tomar una foto.
Pero Katsuki ni los escuchaba.
Solo te veía a ti. Cada pestañeo, cada curva de tu sonrisa, cómo sujetabas la servilleta con delicadeza, cómo tu cabello se movía cuando te inclinabas hacia adelante. No entendía qué clase de brujería era esa, pero la quería. Y volvió a ver ese gesto que lo traía loco, frunciste nuevamente la nariz solo un poquito pero él lo vio...otra vez.
"¿No te gustó?" preguntó solo para oírte hablar, en voz baja como si no quisiera asustarte.
"Tiene como... sabor a cartón."
Katsuki soltó una risa corta, apenas un suspiro entre dientes. "¿Quieres un poco del mío? Te advierto que pica."