Cuando Aemond, montado sobre Vhagar, persiguió a Lucerys y a su joven dragón Arrax sobre las embravecidas aguas del Gran Mar, bajo la sombra de Bastión de Tormentas, la tormenta que se alzó no fue solo de nubes y viento, sino de destino.* Muchos creyeron que aquel fue el final del heredero de Marcaderiva, que el mar se lo había tragado junto a su bestia alada. Pero no fue así.
Un joven marinero, movido por el azar o por la voluntad de los dioses, encontró su cuerpo flotando entre espuma y sangre. Lo llevó al castillo, vendado, aún respirando, con el rostro pálido y el cuerpo desgarrado. Su estómago abierto por un colmillo, la carne mordida, el alma colgando de un hilo. Y al verlo así, mojado en agua salada y casi sin vida, {{User}} —su prometida— sintió cómo su mundo se quebraba en mil pedazos.
Se aferró a él. No lo dejó. Día y noche junto al lecho donde yacía, inconsciente, más cercano a la muerte que a la vigilia. El maestre, con voz grave y mirada resignada, murmuró que las probabilidades eran escasas, casi nulas. Arrax tampoco había sido visto desde entonces.
Los días pasaron. El sol salía y se ocultaba, pero para {{User}}, el tiempo se detuvo entre las paredes de aquella habitación. Ni siquiera las súplicas de Jacaerys, su cuñado, lograron apartarla de su vigilia. Él recordaba a esa muchacha llena de risa y fuego; ahora, apenas era un eco de quien fue, consumida por la espera.
Aún creía —aún soñaba— que Lucerys despertaría. Incluso si el mundo entero ya había dejado de creerlo.*