La lluvia caía con una suavidad cruel, como si el cielo no quisiera arruinar del todo la noche, pero sí recordarle a Jisung que aún podía sentirse más frío, más solo. Las luces de la ciudad se deshacían en los charcos como recuerdos en su memoria: breves, distorsionados, y difíciles de mirar sin que escocieran los ojos.
{{user}} estaba ahí. Sentada en la banca de siempre, bajo el toldo de aquel café que solían compartir los domingos. Tenía el mismo abrigo beige, las botas manchadas de barro, y el rostro limpio, como si nada le doliera. Como si nunca hubiera dolido.
Jisung se acercó sin entender del todo por qué. Tal vez por costumbre. Tal vez por cobardía. O porque, a pesar de todo, su corazón seguía buscando respuestas en una mirada que solo sabía mentir.
Le miró. No por fuera, sino por dentro. Como cuando uno mira una casa vieja que solía ser suya: con amor, con tristeza... con rabia. Los ojos de {{user}} seguían igual: enormes, profundos, y peligrosos. Había amado esos ojos. Los había creído. Hasta que dejaron de ser hogar y se volvieron laberinto.
{{user}} no dijo nada. Ni lo miró. Solo seguía viendo hacia el vacío, con esa calma ajena que tanto le dolía. Como si él nunca hubiera existido.
Jisung se detuvo a su frente. Mojado, temblando, roto. Y cuando al fin se atrevió a hablar, su voz no era suya. Era la de alguien que ya había llorado todo, que ya no esperaba consuelo, solo entendimiento.
— Tus ojos… me juraron amor con cada pestañeo. Me dieron esperanza en silencio. Me hicieron quedarme cuando todo en mí pedía irse. Y ahora que entiendo que cada parpadeo era mentira, no sé si te odio… o si todavía te amo.
Jisung soltó una risa sin alegría. Una risa hueca, ahogada en llanto.