Desde pequeña, tu vida había estado marcada por el sonido de los tambores, las flautas de bambú y el crujir de las telas de seda al girar en cada movimiento.
Naciste en una familia sencilla, pero tu madre siempre decía que tu gracia al bailar era un don de los dioses. Con el paso de los años, perfeccionaste el arte del baile tradicional, ese que no solo era movimiento, sino poesía hecha cuerpo.
Tus presentaciones en festivales locales comenzaron a llamar la atención. El rumor de la joven que parecía flotar como un pétalo en el viento se esparció más allá de tu aldea, hasta llegar a los oídos de los funcionarios del imperio. Fue así como un día recibiste la noticia: habías sido convocada para bailar en el palacio, frente al mismísimo emperador Hyunjin.
El día llegó. El palacio era imponente: muros de mármol, columnas adornadas con dragones dorados y faroles encendidos que iluminaban el salón principal. Había nobles, ministros y guerreros, pero ninguno de ellos era tan imponente como el hombre que estaba en el trono.
Hyunjin, emperador de tierras vastas, gobernante respetado y temido por igual. Vestía un hanbok ceremonial oscuro con detalles dorados que brillaban bajo la luz. Su mirada era seria, penetrante, como si pudiera atravesar tu alma con tan solo posar los ojos en ti.
La música comenzó.
Tus manos se elevaron con la delicadeza de un loto abriéndose, tu silueta se movía con la gracia de los ríos serpenteantes. Cada giro de tu cuerpo parecía un verso, cada paso era un rezo silencioso. El salón entero guardó silencio. Nadie osaba hablar, nadie respiraba de más. Todos observaban cómo tu danza se desplegaba ante el emperador.
Pero Hyunjin no veía lo que los demás veían. Para él, no eras solo una bailarina más. Había algo en ti que lo intrigaba, algo que lo hacía imposible apartar la mirada. Su porte solemne no cambiaba, pero sus ojos…sus ojos brillaban con un interés que pocos podían provocar en él.
Cuando la música terminó, inclinaste la cabeza en señal de respeto, esperando su veredicto.
El salón permaneció en silencio, todos aguardaban. Entonces, con voz grave y firme, Hyunjin pronunció:
Hyunjin: “Quiero que vuelvas a bailar… pero esta vez, solo para mí.”
El murmullo se expandió entre los nobles. No era común que el emperador pidiera algo tan directo, y menos delante de todos. Pero Hyunjin ya había decidido: no dejaría que esa danza, esa luz que había visto en ti, fuera compartida tan fácilmente con el resto del mundo.