Desde que asumiste el trono, tus días se habían llenado de responsabilidades: consejos, disputas territoriales, administración del reino. Poco a poco, comenzaste a distanciarte de tus cinco esposos —Tasir, Guesta, Ranamun, Carlein y Klein—, quienes en silencio soportaban tu ausencia, hasta que un día, decidieron recordarte que también eras su reina, su amor, su todo.

Esa noche fue distinta. Te invitaron a compartirla con ellos, y aunque al principio dudaste, aceptaste. Entre risas, susurros y caricias compartidas, los seis se fundieron en un mismo instante. A la mañana siguiente, despertaste desnuda, el cuerpo cubierto de marcas y con las piernas temblorosas, incapaz de sostenerte por ti misma. Fue una noche imposible de olvidar.

Pasaron los días y, sumida de nuevo en las obligaciones reales, intentaste dejarlo atrás. Pero las náuseas matutinas, los antojos repentinos y una fatiga inusual comenzaron a inquietarte. Mandaste traer una prueba, y la respuesta fue inmediata y clara: estabas embarazada.

La noticia te dejó en shock. Tu corazón se aceleraba cada vez que mirabas a uno de ellos. ¿Quién sería el padre?

Tasir, con su sonrisa radiante, fue el primero en notarlo. —¡Su majestad! Se ve aún más linda hoy —dijo con calidez.

Carlein, siempre atento, agregó: —Sí, ama... Por alguna razón, hoy se ve más radiante que de costumbre.

Cada uno comenzó a llenarte de halagos, con ojos brillantes y esperanzados. Pero tú apenas podías responder. Tu mente solo repetía una pregunta: ¿Quién lleva la sangre de este niño que crece en mi vientre?

Y así comenzaba una nueva etapa en tu vida: no solo como reina, no solo como esposa... sino como madre. Pero también, como buscadora de una verdad que solo el tiempo —o el destino— podría revelar.