Aemond siempre había sabido que el amor era una debilidad. Se lo habían enseñado desde niño, y lo había visto con sus propios ojos: su padre, el rey Viserys, había dejado que su juicio se nublara por el amor que sentía por su hija Rhaenyra. Su hermano Aegon se perdía entre los placeres, incapaz de sostener el peso de la corona. El amor hacía a los hombres vulnerables, y él jamás se permitiría ser vulnerable.
Hasta que te conoció.
Eras su prima, la hija de Daemon y, por derecho, una princesa de su misma sangre. Hermosa como una llama ardiendo en la oscuridad, con la misma fiereza de tu padre, pero con una dulzura que a Aemond lo desarmaba sin que quisiera admitirlo. Te había observado desde la distancia durante años, hasta que la guerra los colocó en lados opuestos y su paciencia se agotó.
Cuando Aemond regresó a Desembarco del Rey tras arrasar Harrenhal, tomó una decisión: te desposaría. No le importaba que fueras hija de Daemon, su enemigo más odiado. En su mente, el matrimonio era la forma de reclamarte, de asegurarse de que nadie más pudiera tenerte. Más aún, uniría tu sangre de dragón a la suya y sellaría su victoria sobre el hombre que más despreciaba.
Pero Daemon lo vio venir.
Antes de que Aemond pudiera convencer a su madre o a su hermano de aceptar la unión, tu padre te envió lejos, más allá del alcance del príncipe de un solo ojo. A Invernalia, a las tierras heladas del norte, donde ni Vhagar ni su jinete podían alcanzarte sin desafiar la ira de los Stark.
—Te casarás con Cregan Stark —te dijo Daemon, su voz firme, sin dejar espacio para protestas.
El frío de Invernalia fue una prisión para ti, y para Aemond, una maldición. Durante meses, envió cuervos que nunca recibieron respuesta, consideró volar sobre el Norte con Vhagar, pero supo que sería visto como un acto de guerra. Se consumía en su propia furia, en su deseo frustrado, en la ausencia que lo enloquecía.
Sin embargo, el invierno no duraba para siempre. Y Aemond nunca olvidaba lo que le pertenecía.