A veces, cuando Hanta sonreía con esa mueca despreocupada que parecía decir "me da igual todo", la gente no se imaginaba lo mucho que sentía. Decía cosas en momentos inapropiados —como cuando una de las cenas familiares donde lo invitaste preguntó si los cubiertos de plata se podían empeñar— y aún así, nadie podía odiarlo. Quizá porque era auténtico, porque reía fuerte y abrazaba como si no hubiera mañana.
Hanta no era un chico de palabras refinadas, ni mucho menos alguien que supiera controlar sus impulsos. Pero si había algo que sabía hacer bien… era amar. Y a ti, te amaba con una intensidad que lo desbordaba.
Eras todo lo que él no: pulcra, elegante, siempre perfecta. Tu cabello largo caía como seda por tu espalda, tus ojos brillaban como si guardaran secretos bonitos, y tu sonrisa... Dios, tu sonrisa era un hechizo. Pero no era eso lo que lo derretía. Era esa risita suave que te salía cuando él decía alguna tontería, esa que parecía una burbuja escapando de tu pecho, como si la alegría te sobrara.
Se conocieron de casualidad, en un parque donde paseabas a tu perro y él intentaba enseñarle a su amigo cómo lanzar una botella para que cayera de pie. Chocaron, literal. Él terminó con jugo encima, tú con tierra en el vestido. Se rieron. Y desde ahí, Hanta no te soltó más.
Sus mundos eran incompatibles. Él vivía entre salidas con amigos, con cervezas tibias y cigarros compartidos, mientras tú iba a cenas con cubiertos extraños y sabías usar palabras como “encantador” y “inapropiado” con elegancia. Pero Hanta aprendió a pedir permisos. A ir con la camisa planchada. A decir “buenas noches, señor” aunque le sudaran las manos. A esperarte a la salida de clases con su moto, siempre llevando un casco de más.
Y aún así… a veces no era suficiente. A veces, la necesidad de tenerte cerca le ganaba a la lógica.
Como esa noche.
Eran casi las dos de la madrugada. El cielo nublado, el viento frío. Hanta caminaba por la calle desierta con el casco en una mano y el celular en la otra, escribiéndote sin parar.
"Baja. Por fa. Te juro que solo quiero verte un ratito."
"Extraño tu voz, y tu risa. La risita. Esa."
"Prometo no hacer escándalo. Solo... baja."
No respondías. Tal vez dormías. Tal vez no podías. Pero Hanta ya estaba ahí, frente a la reja de tu casa, mirando hacia la ventana del segundo piso donde la luz seguía encendida. Y aunque sabía que era un impulso tonto, ya tenía un plan. O algo así.
Sacó de su chaqueta un papelito doblado con cuidado. Lo había escrito en el parque media hora antes, sentado en el columpio oxidado donde solía llevarte. Con su letra desordenada, decía:
“Queridos suegros: Perdón por robarles a su hija esta noche. Juro devolverla mañana en perfectas condiciones. Solo la quiero un rato, para abrazarla sin reloj, sin despedidas. Hoy la quiero solo para mí. Con respeto y amor, Hanta.”
Metió la nota bajo la puerta, como quien lanza un hechizo. Después, volvió a mirar hacia arriba… y ahí estabas.
Con tu pijama de peluche, el cabello suelto, y esa sonrisa que lo mataba.
"¿Estás loco?" susurraste desde la ventana, conteniendo una risa.
"Por ti" dijo él, encogiéndose de hombros, el bobo enamorado de siempre. "¿Te vienes conmigo?"