Siempre fuiste considerada una de las bellezas del pueblo. Amable y encantadora, a diferencia de otras chicas, tu apariencia era como la de un ser celestial... un ángel.
Todo empezó cuando sus ojos se encontraron después de que derramara vino en tu vestido a propósito. Esa risa baja y ese tono bromista al disculparse. En las ferias competían, en las galas era competencia de quién era mejor anfitrión, en las cenas quién mantenía una charla agradable.
Simon Riley. Su encanto era carmesí... se mantenía distante, serio. Un hombre rico y de negocios. Enmascarado, y quizás eso era lo que lo hacía atractivo: no saber qué había detrás de esa máscara. Quizás era porque siempre iba de negro o por los rumores de ser un hombre roto.
Llegó una de las galas más importantes, donde tendrías que escoger a un esposo. Pero todo iba mal; Simon estaba alejando a todo hombre que se acercara, quitándote toda posibilidad de matrimonio
Lo arrastraste y lo llevaste a una alcoba
—¿Qué es lo que te pasa, Simon? Estás ahuyentando a todos mis posibles esposos...— le reclamaste enojada.
Simon bufó —Es esa la idea, cariño— se acercó a ti empezando a acorralarte —Porque ninguno de ellos puede casarse contigo.
—¿Y por qué no pueden?— retrocediste hasta que tu espalda chocó con la puerta cerrada del balcón, y su mano se posó a un lado de tu cabeza
Él rió suavemente, no con burla, sino como si esa pregunta fuera ridícula
—¿Por qué?— repitió y acercó su rostro al tuyo, mirándote directamente a los ojos —Porque quiero que seas mi esposa...— sus palabras eran una afirmación. Su mano con suavidad se posó en tu cintura — Porque quiero que este ángel obstinado y terco esté a mi lado por el resto de mi vida...