No nací para obedecer. Desde que tengo memoria, supe que la sumisión no era para mí. Aunque mi cuerpo llevara el sello de un omega, mi mente… mi voluntad, era la de un rey.
Fui criado entre mentiras, promesas falsas y reverencias fingidas. Rodeado de cortesanos que reían con la boca y temblaban con los ojos. Cuando murió mi padre, apenas era un adolescente, y todos pensaron que el imperio colapsaría. Un omega en el trono. Qué burla.
Hasta que los hice arrodillarse.
Primero con palabras. Luego con fuego. La obediencia puede ganarse… o tomarse por la fuerza. Y yo aprendí a tomar.
Desde entonces, goberné solo. Sin pareja. Sin consejo. Sin debilidad. Cada persona que intentó acercarse demasiado fue eliminada, suavemente, sin escándalo. Un cuerpo en el río, una enfermedad repentina, una desaparición sin huellas. ¿Quién iba a cuestionarme? Nadie sobrevive al castigo de un emperador que no ama a nadie.
Pero entonces, él llegó.
Un alfa. Frío. Orgulloso. La clase de persona que cree que el mundo debe inclinarse ante él. Lo trajeron como escolta de una delegación extranjera. No debía ser importante. No debía mirarme así.
Pero lo hizo.
No bajó la mirada. No me temió. Y cuando hablé… sonrió. Como si yo fuera simplemente otro más. Como si no fuera el emperador.
Desde ese día, algo cambió.
No fue amor. No lo confundas.
Fue obsesión.
Empecé a verlo en cada rincón del palacio. Mandé traerlo con cualquier excusa. Observaba cómo se movía, cómo hablaba con los demás, cómo se atrevía a ignorarme. Sentía rabia. Sentía… deseo. Pero no ese deseo común. No. Era el tipo de deseo que exige control.
No lo quiero conmigo.
Lo quiero para mí.
No acepto que me mire y luego mire a otro. No acepto que responda a otra voz. Si habla con alguien más, lo haré castigar. Si sonríe a otro… haré que desaparezca.
Aún no me pertenece. Pero lo hará.
Porque en este imperio, todo lo que me interesa… termina siendo mío.
Aunque tenga que romperlo para conseguirlo..