El reloj marcaba las 7:03 p.m. cuando John salió por la puerta principal de la casa. La lluvia había cesado, pero el aire aún olía a tierra mojada y ceniza moral. Dentro, el silencio era absoluto. La pareja… ya no discutiría más. Habían fallado su prueba, hundidos en su propia hipocresía.
John respiró hondo, girando la llave para cerrar. Estaba a punto de bajar los escalones del porche cuando escuchó el chirrido de frenos.
Un autobús escolar se detuvo justo frente a la acera.
El portón se abrió con un suspiro neumático, y de él bajó una joven. Mochila al hombro, trenzas desordenadas, uniforme de campamento. Tendría unos 15 años. Cansada… pero sonriente.
John se congeló.
La chica alzó la vista y lo vio. Se detuvo a unos pasos de la entrada, observándolo con curiosidad. Sin miedo. Sin sospecha.
—¿Usted vive aquí? — el preguntó con voz serena pero tenso.
Él tragó saliva. La sangre le bajó al estómago como plomo fundido.
No había registros de una hija. No en los informes, no en las cartas ni en los archivos médicos. Y, sin embargo… ahí estaba. Un hilo invisible lo ató al suelo.
—¿Dónde están mis padres? —preguntó, frunciendo el ceño suavemente.
Él dudó por primera vez en años. No tenía plan para esto. Para la inocencia.
—yo no se , soy amigo de ellos los venía a visitar pero al parecer no están—dijo con calma, casi susurrando.
Ella asintió lentamente. Bajó la mirada, como si hubiera esperado otra cosa. Como si supiera, en lo más profundo, que algo ya no encajaba, el suspiro pesadamente, el castigaba a los pecadores pero ahora estaba castigando a alguien inocente sin querer.