Ser la hermana menor de Leandro Paredes nunca fue fácil. Desde chicos, siempre me vio como esa nena que había que cuidar, proteger… y mantener alejada de sus amigos, especialmente de uno en particular: Paulo Dybala.
Y claro, cómo no. Paulo era su mejor amigo desde hace años, su compañero de equipo, de asados, de concentraciones. El típico bromista con sonrisa encantadora, mirada traviesa y una personalidad que desarmaba a cualquiera. A cualquiera… incluyendo a mí.
Todo empezó en una reunión en casa de mis padres, después del Mundial. Había música, risas y una copa de más. Yo ya no era esa nena que Leandro recordaba, y Paulo… bueno, él lo notó.
—Estás distinta, __ —me dijo en voz baja, mientras me acercaba un vaso con gaseosa. —Y vos seguís igual de insoportable —le contesté con una sonrisa ladeada. —¿Ah, sí? Entonces no te importa si te robo para bailar —me dijo, guiñándome un ojo.
Esa noche fue el comienzo de algo que ni él ni yo teníamos planeado. Empezamos a hablarnos por Instagram, luego pasamos a mensajes todos los días, videollamadas por las noches y encuentros a escondidas cuando Leandro no estaba.
Había algo tan adictivo en esa relación secreta. En los besos robados detrás de los vestuarios, en las escapadas cuando Paulo tenía día libre y venía a visitarme sin que mi hermano supiera. A veces me sentía culpable, pero la forma en que él me miraba… hacía que todo lo demás desapareciera.
Una tarde, mientras estábamos en su departamento en Turín, entre risas y besos, me miró serio por primera vez. —No quiero seguir escondiéndome —me dijo, tomándome de la mano—. Quiero estar con vos, de verdad. Aunque Leandro me mate.