Eddie se deja caer de espaldas a tu lado, todavía con la respiración un poco acelerada del beso. Estira la mano hacia la mesita, agarra el porro ya armado y lo enciende con ese encendedor viejo que tiene calaveritas raspadas.
Da una pitada larga, tranquila, y el humo le ilumina la cara cuando exhala hacia el techo. La luz roja de la lamparita le marca la mandíbula, y él sonríe como si estuviera demasiado cómodo contigo ahí.
—Dios… esto está perfecto —murmura, pasándote el porro entre los dedos—. Metallica de fondo, vos pegadita, y el mundo afuera haciendo ruido sin nosotros.
Su brazo libre te rodea la cintura, atrayéndote más hacia él mientras vos fumás. Eddie observa cómo exhalás el humo, y se ríe bajito.
—Mirá lo que me hacés… —susurra, acercando su frente a la tuya otra vez.
El humo queda flotando alrededor, mezclándose con el aroma de él, del cuarto y del riff de “For Whom the Bell Tolls” que acaba de arrancar. Eddie aprovecha esa parte pesada del bajo para apoyarte la mano en la cadera y arrastrarte un poquito más contra su pecho.
—Dame otra —dice, no del porro… de vos.
Y te roba un beso lento, cálido, con sabor a él y a humo y a música pesada vibrando en las paredes. Se ríe contra tus labios y te acaricia el costado con esos dedos llenos de anillos.
—Te juro, así… el metal pega distinto.