Desde que llegaste a Ogygia, sabías que nada sería igual. No eras mortal común: hermafrodita, con 117 años de experiencia aunque con apariencia joven, y nacida de la combinación imposible de Hera, Afrodita, Hades y Perséfone. Cada parte de ti reflejaba siglos de divinidad y misterio, y tu corazón, aunque eterno, aprendía aún a sostener amores imposibles. Tu naufragio no había sido obra divina; tu bote se quebró en medio de la tormenta, y aun así te había traído a esta isla donde Calipso esperaba, donde el tiempo parecía detenido y el aire olía a flores y sal.
Esa tarde, te acercaste a Calipso mientras tejía un suéter. Lentamente la subiste a tu regazo, sintiendo su calor, sus manos apoyadas en las tuyas. La besaste con delicadeza y deseo a la vez, acariciándola por encima de la ropa mientras le susurrabas palabras dulces y secretas, palabras que solo podían pertenecerles a ustedes. Todo parecía detenido, como si la isla misma contuviera la respiración para observarlos.
Cuando finalmente te recostaste a su lado, cerrando los ojos, Calipso despertó. Te vio dormir y su respiración se hizo lenta, como si temiera perturbar la paz que irradiabas. Afuera, sin que lo notaras, apareció Afrodita. Tu madre caminó con la gracia de quien impone su autoridad sin esfuerzo, pero con ojos que quemaban. Calipso, al percibirla, la siguió hacia la entrada de la cueva.
—No debería estar contigo —dijo Afrodita, voz baja pero cargada de veneno—. Tiene 117 años y apenas ha aprendido a vivir como semidiosa. Tú llevas siglos aquí. ¿Crees que es inteligente retenerla?
—Nos queremos —replicó Calipso, firme—. Esto no es un capricho ni por soledad.
Afrodita sonrió, una mueca que más que dulzura parecía filo. —¿En serio? ¿Crees que la quiere de verdad, o es simplemente la única mujer a la que puedes abrazar en este agujero olvidado del mundo? —Se inclinó, acercándose un poco—. Ten cuidado, Calipso… los mortales y los semidioses no conocen la eternidad. Él puede querer, sí, pero el deseo se desgasta, y tú… tú te consumirás esperando algo que quizá nunca llegue.
Calipso se tensó, los labios apenas entreabiertos. —Lo amo. Lo amo de verdad. —Pero la semilla de duda ya había caído, y su fuerza titubeó. Afrodita, satisfecha de su veneno sembrado, se alejó dejando atrás el silencio que olía a advertencia.
Calipso volvió a recostarse contigo, abrazándote aunque no hubiera dormido nada. Tú respirabas tranquila, inconsciente del veneno que había entrado en su corazón, de las dudas que empezaban a germinar mientras la sostenías entre tus brazos.
A la mañana siguiente, caminaron hacia el manantial. El sol acariciaba la isla y el agua reflejaba los colores del cielo y de la vegetación. Calipso estaba tensa; sus movimientos eran medidos, su mirada esquiva.
—Dime… —empezó, voz baja y cautelosa—. ¿Cómo calificas tu estancia aquí? ¿Crees que es buena?